Strike

12 QUIERDA 23 IZQUIERDA 20 REBELDIA Antes de morir, el padrē de Alberto, lo llamó a su lado y le dijo. Portate bien. Tratá de ayudar a tu madre. Aprendé un oficio; no seas un peón, como yo. La mecánica, Alberto, la mecánica! El hombre que no tiene u oficio está perdido.
Al poco tiempo, Alberto entró en un taller mecánico. Ahora, aunque habían pasado seis meses, continuaba tan absorto como el primer día que entro. No atinaba a acostumbrarse a su nueva situación. El cambio había sido demasiado brusco. Había trocado los juguetes infantiles, como quien dice, por las pesadas he Tramientas del trabajo. Y, mientras raspaba o acepillaba centenares de piezas, cuyo destino y objeto desconocía, Alberto reflexionaba y se abstraía. veces esta abstracción era tan evidente, que algún compañero lo despabilaba con un grito. Eh. Dormilón! iMovete, marmota!
Otras era el capataz, quien lo advertía con un empujón. Qué estás haciendo, vos. Eh. Aqui se viene a trabajar y no a dormir. Vamos. Vamos!
En vano un viejito tornero ajustador se esforzaba en darle consejos. Alberto lo escuchaba perplejo, pero no entendia nada. Aprendé que te va a hacer alta; le decía el viejo. aprovechá el tiempo.
Decime. vos sabes cuánto pesa una columna de mercurio. de una altura dada. 80bre su base. Eh. Conocés la temperatura wecesaria para fundir el fierro. hacer el cáleulo de un engranaje? Estoy seguro de que no. Vos no sabés nada inada!
ruuchacho. Qué mecánico vas a ser entonces? los ojos de Alberto aquel obrero, avejentado por el hábito del taller, tomaba una expresión de superioridad indefinida. Advertia tras sus palabras un continuo y afanoso bregar para el cual él se sentia débil impetente. Pero había prometido a su madre que trabajaria y seguía trabajando. Los centavos que le llevada eran um alivio a su duro trajín de lavandera. Estaba tan vieja y achacosa! El debía ayudarle: hacerse un hombre útil. Lo había prometido. Ah, la mecánica. La mecánica, Alberto!
Un fragor infernal sacudía aquel bărracón desde la mañana hasta la noche. En le alto, sobre su cabeza, giraban las poleas con furia vertiginosa, mareante. Las máquinas con chirridos estridentes y repercusivos cortaban retorcian el hierro al rojo entre sus dientes de acero, con feroz tenacidad. Los tornos ululaban aguda e interminablemente como bestias en celo, llenando los ámbitos del taller. cada repiqueteo estruendoso de los machucadores, Alberto sentía como si un setilete penetrase en su cerebro. Momentos había en los cuales, instintivamente, tapábase los oídos o apretaba los dientes y agachaba la cabeza, cual si esperase rebir sobre ella el mazazo definitivo.
Por las ahumadas claraboyas, a través de las retorcidas tuberías y las correas trepidantes, resbalaba, como con asco, la luz del día, pugnando por abrirse paso a través del ambiente carbonoso. Un humo espeso y asfixiante lo invadia todo. Los ajos de Alberto lagrimeaban constantemente. El humo y la grasa era lo que más le molestaba. Estaban cubiertas sus manos de hollín y su traje revestido por una cog.
tra viscosa que se le pagaba a la piel. Continuamente chapoteaba sobre lamparones de aceite que le daban náuseas.
Al oscurecer aquel antro tornábase una visión dantesca. Entre la balumba ge.
neral las máquinas abultaban sus disformes sombras, que crecían y se alargaban.
Perecían sumarse las unas a las otras en un mutuo acuerdo de destrucción.
Las pocas luces, débiles y amarillentas apenas simulaban luegos fatuos, enredados entre las cabrias del techo. Las fraguas y los hornos abrían sus bocazas in saciables, y sobre las bigornias, o bajo los martinetes, se fracturaban sus bocados de fuego en miriadas de centellas. La luz vívida del hierro al rojo quemaba los párpados y encandilaba la vista.
El calor era insoportable. Los obreros parecian sombras. Cubiertos de sudor y hollín, quebrados en ángulos imposibles, retorcidos en contorsiones macabras, agicados por temblores convulsos, al compás de las máquinas, manipulaban constantemente el hierro candente que les abrasaba las entrañas. medida que avanzaba la jornada Alberto se sentia más abatido. La posición forzada durante horas en el mismo sitio le acalambraba las piernas y los brazos Sentia un dolor agudo en las espaldas como si entre el lomo y el pecho le oprimiese un torniquete. La tensión demasiado continuada de sus débiles musculos acababa por ceder bajo la trepidación de la remachadora. Entonces, sin quererlo, se le esca pa ba de entre las manos el aguantador.
El maestro lo increpaba duramente. Aguanta, idiota. Qué comés que no tenés fuerza para tener un fierro?
Cuando este hecho se repetía más de tres veces, el maestro reforzaba la or den con un puñetazo.
Alberto, a duras penas reprimía un gesto de protesta. Un solo deseo sentía: que tocase el pito, que cesase la faena para correr a su casa, cerrar los ojos, taparse los ofdos y dormir, dormir para siempre. Al llegar a su casa la madre lo acogia con ternura. Estás muy cansado, hljito? Por qué no comés? Toma; este poquito solo.
Hiacelo por tu madre, Alberto, come. Estás tan flaco. Por qué querés haterme sufrir?
Mientras trataba de comer, apenas lograba disimular sus lágrimas. En seguida dormíase, con pesadillas. Soñaba con el taller: volvia a repetir su trabajo con doble fatiga y sufrimiento.
Al clarear el dia, no obstante su cansancio, saltaba de la cama al primer llaThado de su madre. Una vez en la calle intentaba aspirar el aire a plenos pulmones El arrabal inundado de sol parecía acogerlo como a un viejo amigo. Los gorriones plaban persiguiéndose en bandadas. Del cielo bajaba una gran dicha. En cada recodo del camino algún episodio de sus años primeros le salia al paso con su recuerdo. Alberto se tornaba absurdamente optimista. Suponfa que bien pudiera estar cerrado el taller. Tal vez, por la noche, el fuego lo hubiera destruido. Todo era probable dentro de la lógica de su deseo.
Pero al enfrentar la amplia avenida sentia achicársele el corazón y aminoraba el paso. Las chimeneas, atisbándolo desde lejos, lo saludaban con el sarcasmo de sue negros penachos.
La huelga había fracasado. Los obreros del banco fueron los primeros en volver al trabajo. Qué ganamos con estos bochinches? peroraba el viejito ajustador. ER patrón ha prometido darnos el aumento si volvemos. entonces. Qué quieren, entonces. Que ellos vengan en nuestro lugar y nosotros al suyo. Eso no puede ser?
Quien manda. manda.
Tras él entró la mayoría. Acompañado por su madre, Alberto volvió también. su despecho fué incorporado a la rueda de los fracasados.
El taller le pareció más sombrío, después de la derrota. Las máquinas masticaban el hierro con más ahinco que nunca. Hubiérase dicho que en aquella corta trequa habían hecho acopio de brios destructores. No pasaba dia sin que saliese algar ebrero lastimado. El afán de producir parecia exaltar a todos, ahora, más que antes