Violence

310 EOS EOS 311 tero bajo la dependencia de una minoría predilecta de Dios, sólo porque dispone de los procedimientos más rápidos y seguros de dar la muerte. La humanidad debe temblar por su porvenir si otra vez resuenan bajo esta bóveda las botas germánicas siguiendo una marcha de Wágner o de cualquiera Kapellmaister de regimiento.
Se alejaron del Arco siguiendo la avenida Víctor Hugo. Tchernoff marchaba silencioso, como si le hubiese entristecido la imagen de este desfile hipotético. De pronto continuó en alta voz el curso de sus reflexiones. aunque entrasen. qué importa. No por esto moriría el derecho. Sufre eclipses, pero renace: puede ser desconocido, pisoteado, pero no por esto dejar de existir, y todas las almas buenas lo reconocen como única regla de vida. Un pueblo de locos quiere colocar la violencia sobre el pedestal que los demás han elevado al derecho. Empeño inútil. La aspiración de los hombres será eternamente que exista cada vez más libertad, más fraternidad, más justicia.
Con esta afirmación el ruso pareció tranquilizarse.
El y sus acompañantes hablaron del espectáculo que ofrecía París preparándose para la guerra. Tchernoff se apiadaba de los grandes dolores provocados por la catástrofe, de los miles y miles de tragedias domésticas que se estaban desarrollando en aquel momento. Nada había cambiado aparentemente. En el centro de la ciudad y en torno de las estaciones se desarrollaba un movimiento extraordinario, pero el resto de la inmensa urbe no delataba el gran trastorno de su existencia. La calle solitaria ofrecía el mismo aspecto de todas las noches. La brisa agitaba dulcemente las hojas de los árboles. Una paz solemne parecía desprenderse del espacio. Las casas dormían, pero detrás de las ventanas cerradas se adivinaba el insomnio de los ojos enrojecidos, la respiración de los pechos angustiados por la amenaza próxima, la agilidad trémula de las manos preparando el equipaje de guerra, tal vez el último gesto de amor cambiado sin placer, con besos terminados en sollozos.
Tchernoff se acordó de sus vecinos, de aquella pareja que ocupaba el otro departamento inferior, detrás del estudio. Ya no sonaba el piano de ella. El ruso había percibido rumor de disputas, choque de puertas cerradas con violencia, y los pasos del hombre que se iba en plena noche, huyendo de los llantos femeniles.
Había empezado a desarrollarse un drama al otro lado de los tabiques: un drama vulgar, repetición de otros y otros que ocurrían al mismo tiempo. Ella es alemana añadió el ruso. Nuestra portera había husmeado bien su nacionalidad. El se habrá marchado a estas horas para incorporarse a su regimiento. Anoche apenas pude dormir. Escuché los gemidos de ella a través de la pared; un llanto lento, desesperado, de criatura abandonada, y la voz del hombre que en vano intentó hacerla callar. Qué lluvia de tristezas cae sobre el mundo!
Aquella misma tarde, al salir de casa, la había encontrado frente a su puerta. Parecía otra mujer, con un aire de vejez, como si en unas horas hubiese vivido Lea los jueves La Linterna Este documento es propiedad de la Biblioteca Nacional Miguel Obregón Lizano del Sistema Nacional de Bibliotecas del Ministerio de Cultura y Juventud, Costa Rica.