262 EOS EOS 263 Una tarde, debía ser en 1809, mi padre estaba en España; algunos amigos habían venido a visitar a mi madre, acontecimiento raro en el convento. Paseaban en el jardín. Mis hermanos se habían quedado en las habitaciones.
Los visitantes eran tres compañeros de mi padre y venían a traer o a buscar noticias; eran de elevada estatura; yo les seguí; siempre me ha agradado la compañía de los grandes; esto es lo que más tarde me ha facilitado ponerme frente a frente del Océano.
Mi madre les escuchaba; yo iba detrás de mi madre.
Era un día de fiesta, una de aquellas fiestas del primer Imperio; qué fiesta? yo lo ignoraba. Lo ignoro todavía. Era una tarde de verano. La noche se acercaba con toda su esplendidez. El cañón de los inválidos, fuegos artificiales, iluminación, un rumor de triunfo, llegaba a nuestra soledad; la gran ciudad saludaba a su gran ejército y a su gran general; la ciudad tenía una aureola, como si las victorias tuviesen una aurora; el cielo azul se transformaba lentamente en rojo; la fiesta imperial reverberaba en el zenit; de las dos cúpulas que dominaban el jardín de los Fuldenses, la más cercana tenía una gran claridad en su cima, parecía una tiara; la otra, más lejana, el Panteón gigantesco y espectral, tenía alrededor de sí un círculo de estrellas, como si para festejar a un genio hiciese una corona de almas de todos los grandes hombres a quienes estaba dedicado.
La claridad de la fiesta, claridad soberbia, rojiza, vagamente sangrienta, era tal, que parecía alumbrarnos la luz del día.
El grupo que marchaba delante de mí seguía paseando, y tal vez, a digusto de mi madre, aproximabase hacia el sitio en donde estaba la capilla.
Ellos hablaban; a lo lejos el cañón de la solemnidad producía una detonación de cuarto en cuarto de hora. Lo que voy a decir es para mí inolvidable.
Cuando iban a entrar bajo los árboles, uno de los tres interlocutores se detuvo, y mirando al cielo nocturno lleno de luz, exclamo. No importa; ese hombre es grande.
Una voz salió de la sombra, y dijo. Buenas noches, Lucotte I, buenas noches Drouet 2, buenas noches, Filly un hombre de elevada estatura también, apare ció en el claro obscuro de los árboles.
Los tres interpelados levantaron la cabeza. Hola! exclamó uno de ellos. se disponía a pronunciar un nombre.
Mi madre, pálida, llevóse un dedo a los labios.
Se callaron.
Yo miraba admirado.
La aparición exclamo. Lucotte. eras tú quien hablaba. Si dijo Lucotte. Tú decías este hombre es grande. Si. Pues bien, cualquiera es más grande que Napoleón. Quién? Después conde de Sopetran. Después conde de Erlón. Después gobernador de Segovia.
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