330 APUNTES quiso tenerlo como compañero de viaje; pero ya el nombre del héroe de América «estaba borrado en el libro del Destino, como escribían en esos tiempos del romanticismo.
El Libertador y el doctor Révérend vivían en constantes pláticas, tanto como a aquél se lo permitía la grave enfermedad que le carcomía el organismo, ese organismo que resistió a todas las fatigas y penalidades de las guerras y las campañas; ese organismo que en mil combates respetaron las balas peninsulares; ese organismo que sólo empezó a decaer cuando la conjuración del 25 de setiembre obligó al prócer a arrojarse por una ventana y a permanecer horas en un albañal, bajo un inmundo puente, mientras las rachas heladas del Monserrat soplaban inclementes las frías neblinas trepaban por los riscos como una teoría de fantasmas.
Un día hallábanse el Libertador y Révérend sentados bajo el histórico tamarindo, árbol tan célebre en América como el sauce de Musset. Caros amigos: cuando sucumba, plantad un sauce junto a mi tumba: triste es su aspecto, su cabellera dará a mis huesos sombra ligera. El sol de medio día reverberaba en las aguas de un surtidor y hacia jadear los lagartos que abrían las fauces en los mogotes retostados. Una brisa tibia remecía el follaje de los tamarindos y de las palmeras y agitaba los ya ralos cabellos del Libertador que, sumido en un ensueño, miraba la vaga lejanía.
De pronto Bolívar, dirigiéndose a Révérend, le dijo, como si continuara una interrumpida conversación. Doctor: custed qué vino a buscar a estas tierras. La libertad! le contestó el médico laconicamente.