APUNTES 111 entregados a la audición taciturna, bajo el encanto orquestal; y entonces sí que habrá que expresar algo sin semejante. Qué serie de motivos admirables, dignos del pincel de un genio, esas cabezas melenudas de músicos pobres, que inclinadas siguen el ritmo, con ojos que no ven; esas manos largas y pálidas sobre las partituras mugrientas; esos dedos que trazan al margen acotaciones febriles; esos cuerpos agachados, enroscados sobre sí mismos, como para no perder un átomo de sonido y apresarlo por todos los poros; esos bruscos sobresaltos, y luégo el pausado recaer de todo el cuerpo; esa sonrisa de éxtasis, y esas pupilas que se cierran mientras que un escalofrío corre por la espalda; ese jadear contenido, al prolongarse un pianissimo; en fin, toda esa devoción pasiva, que somete a cada uno de esos seres al poder del director de orquesta, tanto como a sus propios instrumentistas. las mujeres que allá se ven, mucho más interesantes que las de las localidades de lujo! Ataviadas de cualquier modo, con vestidos humildes y guantes zurcidos, húmedo todavía el sombrero a causa de la espera, bajo una lluvia glacial, a la puerta del teatro; greñudas, bonitas y anémicas; mojada la capa y enlodados los zapatos, vedlas ahí crispadas, ardientes o soñolientas, según que la música exacerba su neurosis o adormece su linfatismo. Están sentadas, sin cumplidos, en el suelo, adosadas a la pared. Los hombres no las miran: