110 APUNTES nario, allí se encuentra la única ocasión de ver seres raros, expresivos, rebeldes a la uniformidad desconsoladora de la calle. Sombreros blandos, magullados, abrigos raídos, chalinas negras, cabelleras hirsutas, aires románticos, realzados por el claroscuro. Hay allí una masa humana, sumida en la oscuridad, escalonada sobre el agujero profundo y luminoso por donde asciende la locura de las notas, como aspirando los vapores de un volcán o los aromas del bracero de las pitonisas. El calor, la pesadez y humedad del aire, la incomodidad del lugar, todo contribuye a sobreexcitar los nervios de esa muchedumbre alucinada, que se entrega medio desfallecida al sortilegio de la música que la violenta. Los entreactos no sirven para el descanso, sino para el combate: entrecruzanse las opiniones, la pasión hincha las narices y enciende las pupilas, estallan ocurrencias, se elevan las voces; manifiéstase en todos la hiperestesia nerviosa, como si una mano invisible hubiese abierto una llave de oxígeno puro. La gente, al callar la orquesta, se desahoga frenéticamente de su silencio. El alcohol sonoro que bebió la enajena, el sollozo reprimido exhálase en gritos, risas, injurias, delirio de combate.
Mas quien pintara entonces esos rostros podría desorientar al espectador y hacerle creer que el cuadro representaba la multitud ante un melodrama. Deben pintarse esos seres humanos