42 LIBERACION LIBERACION 13 Ni Fu ni Fa Por MARIO FERNANDEZ CALLEJAS Alfredo Castro Fernández (Reproducimos, para que puedan saborear nuestros lectores el agil pensamiento, vaciado en tina prosa, de nuestro compañero y amigo Mario Fernández Callejas, este trozo de vida de su libro Lapislázulin. Al saberse en la habitual tertulia nocturna del club, que Martinez, Julián Martínez, el pequeño rentista, se había suicidado, proyectándose cabeza abajo de un sexto piso, a todos los presentes les pareció la cosa más natural del mundo. Tenía que ser. No de otro modo puede ni debe rubricar su vida un misántropo como aquél. Un terrible neurastenico, siempre sepultado en un sillón, fumando cigarro tras cigarro. Un sujeto a quien era necesario apedrear a preguntas para sacarle de la boca unas palabras! Caray. Cómo si fueran muelas. Bah. Tenía que ser!
Además, su rostro caballuno y palidejo; las rayas de sus labios, del grueso apenas del canto de una tarjeta; su cuerpo alto y seco; y sus ojos. Sobre todo esto: los ojos! Unos ojos melancólicos, naufragados en los mares negros de dos ojeras inacabables y profundas; posados horas enteras, sin ton ni son, en cualquier ángulo de las paredes del club; o bien, guindados del techo, como lámparas, tal cual si contemplara, ensimismado, las maromas de un misterioso animalejo, de una mariposa, sólo visible para él, andaban anunciando, a grito pelado y con megáfono, su macabro fin.
Lo asombroso hubiera sido, amigos, saber que Julián Martinez, el pequeño rentista, saliera de la vida honradamente. Vaya. empujado por una enfermedad.
Por lo tanto, les pareció lo más natural. Algo así como si se asomara uno a la ventana y dijera: va a llover, después de haber visto todo el cielo preñado de nubarrones; y, desde luego, ninguno de ellos tuvo un gesto ni una palabra de sorpresa y, mucho menos, de conmiseración.
Sólo yo, asaltado, de improviso, por una inexplicable desazón en el estómago, aventuré un vulgar el pobre. perdido en el acto en la indiferencia de los circunstantes.
Expedí, quizás, esa frase, porque soy un hombre sensible, en extremo. Si, amigos, aunque sea ridículo el autobombo. de una exquisita sensibilidad femenina. acaso, no estoy seguro, la dictó, inconscientemente, la violenta punzada del recuerdo de un hecho extraordinario: la noche anterior Julián Martinez había cenado conmigo en un restoran de lujo; y, durante la cena, llegó a reirse. Una sola vez, y espoleado por el vino, pero es el caso: rió. Aproveché esta preciosa ocasión, por cierto, para conocer el color de sus dientes: amarillo canario. De más está decirlo, amigos: el gasto lo hizo él. Fue esa frase producto de una vibración de mi sensibilidad. Brotó del recuerdo. Del estómago? Quién sabe! Es el hombre un enigma y.
Dejémonos de disquisiciones. Todo lo dicho, aunque no es exordio, puede parecerlo, y entonces semejaría mi relato, al rigual de tantos. una tachuela: mucha cabeza, el prólogo; casi nada de cuerpo, el asunto. Vayamos, pues, en derechura, al grano: esa noche, la correspondiente a la tarde en la cual Julián se convirtió en mermelada, me retiré a casa, temprano; sería la una y media cuando más. No se me ha olvidado un solo detalle de esa noche; un viento bronco soplaba locamente, componiendo una endiablada sinfonía de silbidos; y la lluvia, obligada por él a llevar el compás, bailaba una absurda zarabanda por las calles, las plazas y los tejados.
Al llegar a casa, de prisa, me encuevé en mi cuarto. No era para menos. Con aquel maldito viento. aquella bendita agua! Lo confieso con franqueza: no tenía en la mente, para Julián, ni esto. Ni. no le hagan ascos a la metáfora. ni un microbio de recuerdo. Además, si lo hubiera habido, el whisky lo habría pasteurizado Sin embargo, sin darme cuenta, él estaba allí, y dispuesto a entrar a la fuerza en mi memoria, pues en seguida se puso a llamar a ella, valiéndose de la curiosidad como aldabón; él estaba alli, amigos, sentado en el velador, en forma de carta, de una carta dejada por la portera, encima, precisamente, de la cuenta del alquiler. tanto dió y dió, que no tuve otro remedio: le di acceso a mi memoria, es decir, abri la carta En ella me decía el muerto, vamos. Julián, con una letra de rasgos seguros y esbeltos, entre otras, las siguientes futilezas. No naci con ese tipo, en miniatura, de sarcofago ambulante y el cual, a pesar de abundar, pudiera creerse que me distingue; no, con él me han vestido en complicidad, remiendo a remiendo, en ansia, la desilusión y el dolor: no, desembarqué en el mundo de identica manera a las otras criaturas ordinarias: no demasiado feo; menos, demasiado bonito. También, a los nueve meses y parecido a mi padre; usted sabe: ésto es lo reglamentario. No tuve siquiera el prestigio de ser sietemesino o de darme un aire a algún amigo de la casa. Ojalá! Se hubieran hecho comentarios y hubiera adquirido ligeras señas diferenciadoras. la edad acostumbrada me mandaron a la escuela. En ella, a fuerza de estudio y perseverancia, intenté destacarme del rebaño de condiscipulos. Vano intento! Jamás logré, por más que me empinaba, sacar la cabeza fuera del nivel común; nunca consegui una nota lisonjera, un puesto prominente o un elogio del maestro; no pasé de ser un buen muchacho. Un buen muchacho! Y, sin notarlo nadie, era yo el más aplicado de la clase; era, pues soy: inteligente!
Advinieron los años. Ya hombre, me adentré en busca del buen éxito por diversos senderos de la actividad humana; el paso fué siempre firme; arraigado hondamente, el deseo de alcanzar la meta. Al final de toda senda encontré el fracaso como justo premio a mis afanes, después de agostar en el trayecto regueros de esas flores del espíritu llamadas ilusiones; sin haber escuchado en el camino una sola palabra de aliento. Y, orientados en el mismo sentido, he visto a algunos, con menos bagaje intelectual y moral, llegar corriendo a triunfar; a otros, salir de la anonimia prohijando pensamientos exteriorizados por mi en otra forma, o que bien pudieron germinar en mi cerebro, llevando a cabo hechos para la realización de los cuales me sobraban fuerzas.
La humanidad derrocha su admiración, injusta y torpemente en la mayoría de los casos; no me ha concedido la limosna de un átomo de ella, mereciendo una partícula por lo menos. Sin tasa prodiga los aplausos; sus notas agradables, impregnadas de estímulo. Ah, miento. Sí. yo he catado el sabor de ellos; sí, he sido acariciado en una ocasión por el aplauso. Hela aqui: ella era una muier como otra cualquiera. Figúrese usted: mi novial; mas yo la creía un ser superior, capaz de comprenderme y de sentir al unísono conmigo. Para ella escribí un soneto. Con paciencia de orfebre fuí engarzando un sentimiento y grabando una idea en cada verso; cincelé una joya, admirable estuche de catorce joyas; y, a la hora propicia, la caida de la tarde, se lo recité.
Al hacerlo, las palabras moduladas por mis labios llevaban efluvios de la esenEste documento es propiedad de la Biblioteca Nacional Miguel Obregón Lizano del Sistema Nacional de Bibliotecas del Ministerio de Cultura y Juventud, Costa Rica.