Amauta 67 lia. Ya se lo di a Clorinda. El único vestido lindo que tenía la mamá Clorinda la cuidó mucho. No te acuerdas de todas las veces que trasnochó con ella? ahora, si no fuera porque sé lo honrada y lo trabajadora que es, crees tú que yo podría seguir con esta bodega?
No la ibas a atender tú mientras yo salgo!
Se encaminó al otro extremo de la misma habitación en donde tenía la mesa que le servía de escritorio. Iba como de costumbre a repasar sus libros de cuenta. Tráeme para acá el café, Emilia.
Acercóse lo niña, esforzándose para que la pena y el desconsuelo que le angustiaban no le hiciesen temblar la mano tanto que el café se volcara sobre el platillo.
La mirada de ambos se entrecruzaron y se sostuvieron largos segundos. Creyó Emilia que por primera vez veía al hombre en su padre.
Por primera vez observó los labios carnudos, la barba bien cuidada, el entrecejo voluntarioso, el cabello prieto y sobre todo la mirada tan llena de sentimientos contradictorios, ásperos y tiernos a la vez con que la envolvía.
Principió un ademán Juan Antonio como para atraerla a sí. Más, un calofrío de temor, una ráfaga de un miedo insensato, una repulsa venida de quién sabe dónde, traspasó en ese instante el alma de EmiDepositó la taza de café en el borde de la mesa, retirándose en el acto cuando le fué posible del alcance de su padre. El ademán de él quedó inconcluso. Su mirada se volvió torva.
Rápidamente retornó la niña a la mesa comedor, para terminar de servir a sus hermanos y en seguida se fué a su cuarto. Echose sobre la cama, no llorando, como otras veces, sino con una angustia seca, un sobresalto, una cosa indefinible y honda que le llenaba de pavor.
Largo rato luchó por alejar de si el recuerdo de Clorinda, de su padre, de su mirada. Dios mío, que había en esa mirada para que pudiese asustarla y acongojarle tanto!
Cortó la noche la voz sutil de la campana de las monjas vecinas.
Amortiguáronse suavemente los ruidos de la casa. Rendida de fatiga, durmióse al fin, Emilia. altas horas, despertó sofocada, ahogándo¿Había alguien en la pieza. Ese crujido. no eran pasos que se acercaban? El aire parecía cargado de la presencia de un hombre. Quién? Su padre? Nó. Para qué? Encogida dentro de las sábanas, no se atrevía siguiera a respirar. Ay! Ay! Exhaló un grito ronco, pavoroso, porque le pareció sentir que tocaban su catre. Recogiendo toda su voluntad se incorporó en el lecho buscando luz. Nó. No había nadie. Las puertas estaban cerradas, como de costumbre. Puso atento el oído. Nada. La casa dormía en el más completo reposo.
Comenzaba a clarear tímidamente el alba, cuando consiguió conciliar el sueño. De nuevo, las pasadillas le asaltaron; en ellas, figuraba Clorinda, su padre, Alberto, un muchacho de la universidad por quien sentía un poquito de mas compañerismo que con los otros, y el balneario de San Vicente a donde ella iba a nadar en el verano.
Eran las ocho cuando Clorinda la despertó al llevarle el desayuno. Una luz color perla tamizaba el aire, y en su gris claro la mujer se destacaba tan recia, tan segura de si misma, tan solidamente asentase.