World War

348 REPERTORIO AMERICANO Alfredo Greñas Greñas Pedro repitió el inocente. imaginando que todos los peones se llamaban como el de su cortijo. Puede llamarse Pedro o Juan el constructor. Lo que importa que comprendas es que no se hicieron por sí mismas. Ya comprendo. Esas flores blancas como estrellas de plata que salpican el verdor de la pradera y esas estrellas como flores de oro que constelan el espacio azul. quién las hizo. Eso sí que no sé, abuelito. No fué el hombre, incapaz de contruir un sólo átomo de materia: son las huellas que Dios dejó a su paso. Allí lo he visto, muchas veces. El manto de rosa que cobijaba el mundo iba cediendo al ropaje de tinieblas de la noche; las voces que se apagan con el día al rumor de la oración, que en el ave es canto y en el astro, luz. Arrodillate y ruega, hijo mío. dijo en anciano a su nieto. Ruega por los que lloran y por los que mueren. Por los que matan y hacen llorar. Para que Dios los castigue, abuelo. No, hijo; para que los redima. Esos desgraciados que, como carbones siempre encendidos, van abrasando vidas inocentes, en más de una ocasión se trasmutan en diamantes, purificados por el sufrimiento o iluminados por el fulgor inefable de los buenos y los jusEs esta la columna miliaria del Repertorio Americano. En ella inscribimos los nombres de suscritores y amigos que por años, hasta el final de sus días, lo recibieron y lo estimaron.
Mantenedores de cultura fueron!
tos.
Estas son construcciones de los hombres, re dije; indices que señalan el sufrimiento de los pueblos por milenios. La naturaleza, en cambio, trae a la ribera, en donde florece la esperanza y flota el ensueño, a los náufragos dolientes de la vida. Allí se sitúan de espaldas al pasado, en que arrastraron la existencia como entraña rota que escapara por amplia herida, y trabajan mirando el porvenir, renovador fecundo. Porque la naturaleza es obra de Dios.
Palpita dentro de mí un recuerdo trágico que terminó por cambiar el curso de mi vida: como oficial de graduación muy alta fui llamado a integrar un tribunal militar que pesaba, como el hacha del verdugo, sobre la cabeza de un héroe. Expuse todos los argumen tos consignados en la legislación penal, que no son muchos en nuestras dictaduras criollas y los de justicia elemental y verdadera, que son casi todos, contra la pena de muerte en general y en favor del acusado en particular. Para terminar invoqué el más común, tantas veces repetido, pero siempre formidable: la posible cquivocación en la condena. Dreyfus y la Isla del Diablo constituyen un símbolo eterno de infamia, les dije, que debiera figurar en las salas de justicia, al lado de la Diosa Ciega y su balanza, para recordar a los jueces que son tombres.
Destrozada la Justicia por la Ley, que asesinó al patriota acusado de conspiración contra un régimen de oprobio, me retiré definitivamente de los hombres y me acerqué a Dios en la placidez del campo. aquí me he sentido el que soñaba vagamente en mis ansias dolorosas de sosiego.
Abri el surco con mis manos y lo regué con el sudor de mi frente. Cuando la cosecha generosa llegó a mi mesa convertida en pan, éste me pareció mucho mejor que el que saboreaba en mis opíparos banquetes de otros tiempos: era el producto de un esfuerzo honrado; contenía algo que no se compra con todo el oro guardado en las cajas de los bancos, un rayito de la luz que divinizaba el que Jesús partía en las cenas apostólicas, el mismo que alumtra en la mesa y en el corazón de todos los humildes trabajadores del mundo. No cree usted que la civilización nos ha dotado de un sentido más amplio y más certero para comprender las grandes verdades de la vida, que el hombre de hoy es menos imperfecto que el hombre antiguo: que los sabios comprenden mejor la existencia o la ausencia di Dios que quienes viven en el desierto intelectual de los campos. le observó mi compañero. Probablemente los sabios comprenden mejor la existencia de Dios que el resto de los hombres; la ausencia de que usted habla, no pueden comprenderla, sencillamente porque esa regación excluye la sabiduría, contestó el anciano de modo rápido y solemne. En cambio, los hombres de conciencia limpia y corazón sencillo lo sienten mejor y más cerca, porque lo encuentran en la naturaleza, radiante y desmuda como la mujer del Paraíso; libre de la túnica dorada con que la civilización oculta su inmortal belleza. Que el hombre de hoy es menos imperfecto que el antiguo. es opinión que choca con la realidad histórica, sobre todo en su aspecto moral: el habitante actual de los palacios y el que habitaba antaño las cavernas llevan dentro el mismo lobo de que nos hablaba Plauto. Si lo duda, escuche ese grito de espanto que cmerge de los cuatro rumbos del planeta: es la llumanidad la que clama inútilmente en ese miserere que asciende al Infinito, como una tromba de lágrimas, de sangre y odio; la que clama en esa locura que enrojece los ríos y los inares, convierte las ciudades en pavesas y abre abismos seculares entre pueblos hasta ayer hermanos! Es eso. ila segunda guerra mundial, la que me está dando la razón!
No clamo torpemente contra el progreso; sencillamente me conduelo de las aplicaciones malsanas que de él se hacen.
La agonía de la tarde regaba el cielo de rubíes y poblaba de trinos la arboleda.
Frente a aquella prodigiosa sinfonía de notas y colores, que ocasionaba el deslumbramiento del milagro, el anciano exclamo. Qué grande es Dios!
Olvidó en este punto el relato de su historia, y en la blancura de su barba tembló el éxtasis que inspira lo grandioso. Has visto a Dios alguna vez, abuelo. le preguntó el niño. Muchas. le contestó el anciano. En dónde. Escucha. Quién construyó esa cerca que tenemos por delante. Pedro respondió el niño. Cuando hemos visitado las heredades de nuestros vecinos y hemos visto otras cercas. quién piensas que las ha construído. Ruega por ti. Le pido un caballo o una estrella?
Pídele algo mejor. Pídele que tu nombre nunca vaya unido al dolor que causan los malvados. Que los infortunados que llamen a la puerta de tu casa, te bendigan al marcharse. Que aunque vivas tantos años como he vivido yo te conserve siempre lo mejor que ahora llevas dentro de ti: el corazón inviolado de un niño. Que cuando te vayas de este mundo y llegues hasta El, puedas mostrarle tus manos limpias de sangre derramada por tu culpa y de manchas que dejan los dineros mal habidos. Vacías, entonces. No, llenas de luz, porque en ellas florecerá el bien que sembraste en los surcos del camino!
Aquel niño de rostro angelical, postrado en la llanura inmensa, juntas las manos, los cjos suplicantes mirando al Infinito, encarnaba el vuelo azul de una plegaria. Frente a esa inocencia sonrosada, ascendiendo al cielo por el hilo de luz de una oración, se avasallarían las conciencias más incrédulas. murmuro mi amigo con acento en que vibraba un fervor tan hondo y una aspi.
ración tan alta, que imaginé que era otra la persona que hablaba de esa suerte.
Aquella alma blanca que inundaba el ambiente de pureza, porque era la de un niño; las palabras del anciano golpeando en nuestro espíritu con la solemnidad de un siglo de verdad y de justicia; la hora inpregnada de misterio, nos hicieron comprender que estábamos Inuy cerca del Señor.
Poseídos de estupor sagrado; sintiendo que atravesaba nuestras almas el frío que Job sinció una vez, le pedimos entonces, como se lo estoy pidiendo ahora, que nos concediera la bondad inextinguible de su gracia. MEJIA COLINDRES.
En San José de Costa Rica.
Setiembre de 1949, Patio (Por Felipe Orlando. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica