340 REPERTORIO AMERICANO un poco en secreto, con ánimo de saber algo del futuro que les estaba reservado. De esto la Vieja nunca quería hablar. Les decía así para consolarles. Mira: si es cosa mala lo que viene para qué te lo digo? Si el mal no se puede evitar, decirlo es anticipar su sufrimiento. Si es cosa buena, para qué te la digo? Anticipar el bien es casi perderlo; es pedir, por anticipado, lo mejor de su gusto: la sorpresa.
JOHN KEITH, Pero no obstante la tranquilidad de su vida, la Vieja vivía triste. Había en ella una melancolía que velaba sus ojos y ponía un gesto amargo en sus labios. Si alguien, compasivo, le preguntaba qué le dolía, ella no contestaba nada: se encogía de hombros y daba media vuelta. Si acaso, procurando que radie la viera, lloraba.
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Al caer la tarde se sentaba junto al fogón de su choza. Inclinaba la cabeza sobre el pecho y juntaba las manos encima de las rodillas. así, en esta postura, se estaba horas y horas. De vez en vez alargaba una mano y atizaba el fuego. Cuando veía las chispas de los carbones encendidos, suspiraba.
Como no podía alimentar al recién nacido, buscó, entre sus amistades, una mujer recién parida que quisiera criarlo. Pronto la encontró. Era una mujer joven que había perdido a su hijo, al nacer. Aceptó, gustosa, porque en el nuevo niño encontró consuelo a su dolor. Como si fuera su hijo lo amamanto y lo cuidó y lo arrulló entre sus brazos.
Al ver tanta ternura, la Vieja dijo. De hoy en adelante, tú serás la madre y yo seré la abuela. así fué: el niño llamaba madre a la nodriza y abuela a la Vieja.
Por las noches la Vieja y el Enano se quedaban junto al fuego, hablando de cosas que sólo ellos entendían y que ahora no es posible revelar. La Vieja le contaba historias en las cuales figuraban serpientes, sin alas, que volaban; y el Enano le refería, a su vez, ocurrencias y agudezas que, en voz baja, le hatían referido los murciélagos.
Ya mediada la noche se echaba en una estera de palma. Allí, con los oídos tendidos en la oscuridad, oía la canción del viento que se escurría entre las rendijas de su choza. La Vieja, entonces, en jutos los ojos, decía. Parece que oigo la risa de un niño.
Este era el secreto de su tristeza: la falta de un niño. Desde joven había querido tener un niño. Un hombre a quien amo, murió en la guerra. Ella quedó sola, con su recuerdo.
Fasaron los años y los años y se hizo vieja y la esperanza de un niño, de un niño suyo, desapareció de su mente, pero no de su corazón. No se atrevió nunca a interrogar a las estrellas, temerosa de recibir una decepción.
Prefirió vivir, como vivia, dentro del misterio. El niño fué creciendo. Pronto caminó por la choza; hizo mil travesuras; cazó pájaros, correteó tras los conejos, las liebres, que a diario se metían al solar en busca de coles de nabos. Aprendió las palabras que tanto su madre como su abuela le enseñaban. Las dos mujeres estaban embelesadas con la criatura. Cuando ya no fueron necesarios los cuidados de la madre, ésta regresó a su casa. Se fué pero prorietió venir a verlo cada vez que sus quehaceres se lo permitieran.
Pero sucedió que el Enano fué percatánciose de que la Vieja no se apartaba casi nunca del fogón y de que siempre tenía cuidado de mantenerlo encendido. así, sin decir nado, antes disimulando su preocupación, acabó por sospechar que algún misterio guardaba aquel sitio. En los ojos de la Vieja quiso averiguar la verdad oculta que presentía. Pero la Vieja, adivinando su intención, apartaba la vista y callaba. Un día, sin poderse contener, le dijo. Hijo, la verdad está dentro de nosotros y no fuera. Al oir estas palabras, el Enano quedo más seguro de que tras el fuego de aquel fogón había algo oculto. Desde aquel momento se propuso averiguar de qué se trataba. Entonces se puso a espiar las idas y las venidas de la Vieja. No tuvo que esperar mucho tiempo para descubrir, al menos, parte de aquel secreto. La ocasión propicia llegó cuando menos lo esperaba. Sucedió como aquí se cuenta.
Una mañana, como otras muchas mañanas, nuestra Vieja fué al solar de su choza paca echar maíz a sus aves y recoger los pocos huevos que ponían. Buscando, buscando entre los rastrojos y las hierbas, encontró un huevo pequeñito y negro. Parecía un huevo de paloma. Lo recogió, lo llevó a su choza y lo calentó entre sus manos. Después lo envolvió en unos trapos y lo guardó en el sitio más oscuro y más tibio de su casa. Todos los días lo desenvolvía un momento para contemplarlo y acariciarlo.
Pasó así el tiempo y aquel niño dejó de crecer. Medía, apenas, dos palmos; era como de la altura de un conejo puesto de pie sobre las patas traseras. Cambió de voz; tuvo barba, la cual era escasa y rojiza; y le creció algo la nariz, no mucho. Era, pues, un enano. sucedió que, después de varias semanas, cierta noche, aquel huevo se rajó, se quebró, se abrió y de él nació no brotó un niño.
La Vieja lo depositó en el hueco de su mano y lo calentó con el aliento de su boca. La Vieja se llenó de alegría, arrullo al recién nacido y le cantó canciones y hasta icomo si le entendiera. le contó cuentos de esos que sabía eran del gusto de los niños.
Cuando la Vieja se dio cuenta de esta desgracia, quiso más a la criatura que el destino le había enviado. Por otra parte, el enano cada día daba más muestras de ser inteligente.
Sus travesuras mismas denotaban ingenio. Te nía un como espíritu alado. La Vieja se enorgullecía de verlo tan vivaracho. Además, pensó que su niño siempre estaría a su lado, pues no había peligro de que se fuera a otra tierra ni de que buscara mujer.
La Vieja, como otras veces, se fué al patio para sacar agua del pozo. Varias veces echó el calabazo y otras tantas lo sacó sin duda. Al principio creyó, desolada, que el pozo se había secado. Pero, fijándose bien, notó que el calabazo estaba roto y que, por un agujero, se escurría el agua. Entonces la Vieja se puso a taparlo con resina de zapote.
Mientras tanto el Enano aprovechó el momento para hacer lo que luego se dice.
Al día siguiente cortó flores del patio y con sus pétalos hizo una cunita blanda y perfumada. La rodeó de hojas de plátano para que estuviera fresca. Hizo también, en el techo de la choza, un agujerito, para que por la noche el niño su hijo pudiera ver las estrellas. Aquella vez la sorprendió la noche, llorando; pero ahora no lloraba como antes, de pena; ahora lloraba de alegría que es el llanto más bueno que existe.
Con los años el enano se hizo hombre; quiere decirse se hizo grave y mesurado. Con su seriedad aumentó su talento. Por sí mismo descubrió muchos secretos de la naturaleza. En el campo los pájaros le obedecían y con ellos conversaba de las más extrañas cosas. Puso rombre a los luceros y adivinó lo que significaban sus luces y el tiempo de su aparición y de su desaparición.
El Enano se acercó al fogón y con unas tenazas apartó las brasas y la ceniza; quitó las piedras del fondo; cavó la tierra; hizo un agujero y sus manos tropezaron, de pronto, con un tunkul de metal. Lo sacó, presuroso; lo limpió, porque estaba cubierto de lodo y de cal. Limpio parecía de oro. Lo suspendió entonces delante de sus ojos y lo contempló con curiosidad y gusto. Al fin, todo confuso, con una piedra labrada y puntiaguda, lo golpeó varias veces. El sonido que produjo fué tan Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica