Sarmiento en Aconcagua Una reliquia olvidada De La Nación. Buenos Aires En el donoso valle de Aconcagua, a dos kilómetros de Santa Rosa de los Andes, se encuentra Pocuro, aldehucha de unas cuantas centenas de habitantes. Las geografias se cuidan poco de anotarla; los turistas que llegan a la ciudad de Los Andés por hacer excursiones a la montaña, rica de laberintos sobrenaturales, no van a Pocuro, porque nadie les habla de él; la misma gente ciudadana suele ignorar ese recoveco de su valle, que al cabo, tiene muchos iguales, jugosos y bonitos.
Casi nadie sabe que ese pueblucho lleva aureola histórica y que se merece la visita, y también la peregrinación. Yo misma, que vivi siete años en el valle de la bella luz y la bella fruta, vine a saber después de tres años que Pocuro puede considerarse una especie de Santiago de Compostela por los maes.
tros primarios primero, y por cualquier gente americana después.
En su primera escapada hacia Chile, Sarmiento tuvo que peonear en la Cordillera como barretero, yo no sé si por atravesar la montaña sin dar sospechas, o porque no llevaba blanca en el bolsillo, al igual de cualquier emigrado. Llegando a la primera ciudad, a Santa Rosa de Los Andes, pensó quedarse alli un tiempo, buscar medios de ir viviendo, observar la situación de Chile y pensar más tarde en el viaje a Santiago. Qué habia de pedir el que no fuese una escuela? Llevaba a la escuela más que a Facundo atravesada en el pensa.
miento y la imagen del pan suyo y la del pupitre escolar se le hacían una sola pieza; la escuela se le venía solita al alma.
como el halcón al puño del cazador. La pidió, pues; era un extranjero, con la añadidura de desterrado; se sabla de él poco. o nada en aquella aldea con clasificación de ciudad que era Santa Rosa; debia andar mal trajeado y con la cara desastrosa que el sol y el viento dan al peón cordillerano; las autoridades revisaron de una ojeada al pedigüeño, revisaron el cuadro del servicio y le ofrecieron lo disponible: el pobre Pocuro, que apenas juntaba treinta niños para su escuelita, si es que los juntaba.
Sarmiento, que venía de comer las marraquetas duras de la cuadrilla y de padecer aquellos soles taurinos, aceptó la oferta sin ponerle mal gesto. Al cabo el se parecia desde ese tiempo a Hércules en el no rechazar faena ordinaria, al buen Hércules de Michelet, por servicial, dispuesto a toda cosa, y por libre de remilgos, viril.
Yo no sé cuántos añus sé quédo alli Sarmiento: me han dicho que uno, me han dicho que dos. Siempre es mucho para que esa estación de su vida se olvide tanto en las biografias, aunque haya sido poco para que su huella de toro que dejaba cavadura, se borrase en Aconcagua.
Cuando pude averigué entre las gentes de Pocuro sobre esa «pasada» y conseguí saber poco, y lo sabido contradictorio.
Tres veces fui a pie desde Los Andes a mirar la casa del maestro Sarmiento, y más cosas me dijeron la construcción despotrada y el paisaje circundante que los que viven en las vecindades.
el estorbo les hace acordarse. El campesino y a mi me duele porque soy de ellos es una criatura sobre la cual no.
tienen señorío sino las estaciones ayudadoras y perversas para la vida y los frutales: el campesino y esto hace su perfección y su vileza. es de veras una mota más de su tierra a la que no conmueven sino únicamente el sol y la lluvia, con lo que se traen, y para el cual el mejor maestro no vale lo que un forastero que les fuese a enseñar cómo se acaban los animalejos que enronchan la hoja de la vid y vuelven desme.
drada la parrä. Esto pasa en Aconcagua como en Avignon, donde echaban palabrotas sobre el bueno de Fabre, buscador de hormigones y de culebras sin ninguna gracia.
Por estas razones, el campesino de Pocuro sigue ignorando que hace muchos años traqueteó por ese polvoso camino suyo un cuyano que se llamaba con dos nombres, y que en aquella casa que se cae, enseñó a su padre tozudo las primeras letras, que valen por los primeros dientes, un hombre tan conocido de los ojos americanos y tan ostensible para ellos como la misma Cordillera patrona.
La casa es fea y no ha debido ser mejor; la escuela del tiempo, chata y pesada como la duna; de pocas aberturas, en razón de que se pasaba afuera el dia entero; construida en unos adubes que la mucha y la poca agua se llevan; creo que techada de la totora chillona que se calienta en verano pero que se llena de bichos; con un patio pelado. que apisonaron los piños, y donde sólo se ve el clásico posta donde se ama.
rraba el caballo. Para sala de clase bastaba un cuarto; para habitación del maestro soltero, otro cuarto.
En esa miseria hecha más de humedad y de sombra que de materiales vergonzantes; en ese rincón chileno de llorar. adonde no llegaban periódicos ni gentes con quienes cambiar un comentario argentino; en ese grupo de casas al qne se llamaba aldea dándole promoción, vivió un tiempo un maestro vital, amigo de la escuela palacio, amigo de la asamblea en que dar su salto de tigre sobre el malo o el adormilado, verdadero amigo de la ciudad de los hombres.
El palsaje. La majestad épica del paisaje, la limpieza esplendorosa de la atmósfera, la blandura femenina de la vegetación; aquella caja luminosa, violácea abajo, blanco fulgurante arriba, formada por cerros soleados, han debido confortar a Sarmiento en los largos meses de la pobreza pasada en soledad, que es la peor pobreza.
En aquella parte, el valle, antes de tomar una angostura de navaja, traza un abra y parece que la hiciera para ver la montaña y para dejarla ver. Antes de Santa Rosa de Los Andes, la cordillera se ve en macizos aislados o en una sublime bestia crivada de blanco como desde Santiago; pero en el abra que cuento la Cordillera ya es una presencia plena e inmediata, cuyas formas se tienen a manos llenas.
Cuando se sale de mañana sin acordarse de donde se vive, de pronto se le mira, y ella asusta con su crudeza luminosa de mayolica eterna puesta al mejor de los soles; cuando se camina por el valle buscándola, queriendo conocerla desde acá y verla desde allá, ella se nos hace familiar, pero con la familiaridad de los dioses, que siempre sujeta un poco el aliento y hace juntar algo los párpados. Son hermosos sus picos finos, mejores sus pechadas salvajes, y son sobrenaturales aquellos nudos en que ella se apelotona como para una operación secreta que nunca se acaba. Pedazo a pedazo la montaña es sorprendente; pero lo más querido de cuanto ella nos regala son su manera de luz y su manera de aire. Ambas cosas yo las perdi cuatro años para recobrarlas en la meseta de Anahuac y vine a entender, cuando vivi sin (Pasa a la página Campesinos: Ruralidad. También en el campo de Segovia me costó dar con el convento de San Juan de la Cruz, averiguando entre los campesinos, antes del mausoleo suntuoso y detestable. Santa Teresa, si, de ella sablan; de Juan el Asiático, casi nada; tanto se ha comido la fama de ella el nombre de él, sin que buscase ésto la veneradora del compañero.
Los pueblos se aprenden su reliquia moral cuando los señores de la ciudad llegan de pronto allá, con automóviles y con bandas, echan discursos que los campesinos tampoco elltienden y clavan allí una piedra que estorba el tránsito, y por Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica