Violence

IZQUIERDA 30 IZQUIERDA 31 Iban y venían, presurosos, agobiados por una faena embrutecedora, rivalizando en gre sí por aventajarse. Alberto estaba desconcertado. Sentía algo así como una repugnancia hacia aquel ambiente servil. no se hubiera extrañado, verlos, de un momento a otro, arrojarse ellos mismos entre los engranajes, en holocausto a aquella divinidad de hierro.
Su madre lo exortaba, cada mañana a ser sumiso y lo convencia con sus lágrimas.
Pero, cuando enfrentaba el portón y pasaba entre dos filas de cosacos. palidecía de vergüenza y se insultaba a si mismo, en su interior.
Renacían en él las aplacadas rebeldías. Su voluntad de aprender se había de.
bilitado. Desoia las indicaciones más precisas y contestaba a los insultos. Era, para el taller, como una herramienta nueva que se hubiese quebrado al empezar el trabajo.
a una Los rechazaba como podía, con los pies y las manos; mordia, aratiaba, escupie.
3a fuera de si. Sentiase empujado a la violencia y se abandonaba a ella, casi con lacer. Su voz cubría la de las máquinas. Carneros. Carneros!
En el taller hubo un revuelo. El trabajo cesó. Se ha vuelto loco. Asujetenlo. el; al loco. Al loco!
Persiguiéronle como alimaña dañina. En aquel espasmo de indig. ción, Alberto centuplicaba su fuerza infantil. Caia y se levantada de súbito. Pasaba rozando las mandibulas filosas, las hirvientes fraguas, los lingotes enrojecidos. Siempre gritando lo mismo. Carneros. Carneros!
Diéronle caza al fin. Veinte manos de hierro, desgarrando su grasiento traje.
aprisionaron sus miembros y taparon su boca. Todo maguliado, cayó, murmurando en un temblor convulso. Dejemén, carneros. Dejemen que me vaya. que me vaya para siempre. Aquel mediodía, Alberto probó una honda emoción. Cuatro obreros laminadores, que rondaban el taller, fueron presos delante mismo de sus ojos. Como se resistieran a dejarse colocar las esposas, fueron tratados con brutalidad. Este hecho lo sobreexcito tal manera que entró al trabajo de malas ganas. Respiraba a su alrededor, un ambiente de tragedia.
Más tarde, los hijos del patrón, para dar el ejemplo conducían ellos mismos ias chatas del hierro que fueran abandonadas en la calle. Subidos en los pescantes, el revólver al cinto, las riendas en una mano y en la otra el látigo, trataban de acercar las cargas junto a las máquinas. Los caballos, asustados caracoleaban bajo los certeros latigazos que hendian sus flancosse paraban sobre las patas traseras retrocedían. Después de varias tentativas infructuosas, llamaron a la peonada. Todos aqui. Vamos. Los peones echaban el hombro a las ruedas y mano a mano con las bestias, re.
soplando como ellas, hacían un esfuerzo supremo. Fuerza. Ohooo!
Hipando, congestionados, hechos una piltrafa de sudor y asco, doblados, todo el cuerpo en tensión externa, empujaban, empujaban. Vamos! Fuerza. Fuerza. carajo! vociferaban los hijos del patrón.
Los peones se atropellaban, afanosos y apresurados para alijerar la carga. La mirada de los amos era como el restallar de una fusta invisible.
Alberto se había quedado más absorto que nunca. No podía dar crédito a sus ojos. Le parecía imposible que aquellos hombres no sintieran la afrenta de que eran objeto. Estaba trémulo de indignación, De pronto, un violento puntapié lo dió de narices contra el suelo; al tiempo que la voz ronca del capataz le gritaba. Haragán. Camine a su trabajo, papamoscas!
Alberto se levantó, ciego de ira. Por qué me pega? grito. Eh. por qué. por qué?
Su voz era tan fuerte que se extraño de oirla. El capataz alzó un puño formidable. Alberto dió un salto atrás. Carneros. Carneros. vocifero.
En seguida se hizo un corro amenazador. La palabra de aquel niño parecía haberlos llamado a todos. Qué dice. Cómo. Quién es carnero. Eh. Todos. Todos. Carneros. Carneros! Alberto repetía la palabra en la cual había condensado toda su protesta.
Uno lo amenazó. Otro se abalanzó para pegarle. Un tercero le dio un puñetazo.
Entonces, se defendió.
Desde aquel día, Alberto, presa de una gran conmoción cerebral, yace postrade en su lecho. La fiebre lo hace delirar a cortas intermitencias. Cuando lo deja, vuelve sus ojos hundidos hacia el único ventanuco de la pieza y busca la luz.
Junto al cerco de zinc que limita el patio, madre se debate en la pileta. La anciana es apenas una sombra escuálida. mientras exprime el último resto de sus fuerzas, vigita desde allí el afiebrado sueño de su hijo.
Tras el cerco, a lo lejos, las chimeneas humeantes llenan el cielo de negrura.
Aberto las mira y en sus labios se dibuja una sonrisa dolorosa. Ahora, piensa. Trata de coordinar los impulsos cerebrales, de traducir en ideas las imágenes que pueblau su cerebro. Las chimeneas son para él, como centinelas enhiestos que vienen a reelamarlo hasta su lecho. Quieren recordarle que lo han signado con la marca inde Jeble de su pertenencia.
Ahora, su vista se posa para descansar sobre una diminuta araña que junto a las tablas del techo teje su tela. Hace tres dias que la ve subir y bajar, diligente, por hilo invisible. El último rayo de sol que penetra por la ventanita envuelve a la pequeña hilandera incansable.
Afuera, un coro de niños canta la inocente ronda de sus juegos infantiles. Dentro del patio solo se oye el chapalear del agua jabonosa que burbujea y se escurre en pileta. Mama. liama, Alberto, incorporándose. Hijito. Querés algo. Ya estoy bien, mama. Sf; estoy bien del todo y quisiera decirte. busca entre el turbión de sus pensamientos. Quiero decirte. No te agites. Mañana me lo dirás. No, ahora, mama. Ahora mismo. Quisiera que nos fuéramos lejos.
Je jos. Sabós. Si, hijito, si. Cuando estés sano. No; matana mismo. Yo no quiero ser mecánico. sabes? Yo nunca podré ser mecánico. Por qué hablás así, Albertito? Si, que vas a poder. Poco a poco. No, no. Nunca. Su voz tiembla. Ante sus ojos pasa una visión de horror y se estremece. No comprendes mama? Yo no sé nada. Yo no tengo fuerzas para nada.
Yo no conozco la columna de mercurio, yo no sé la temperatura del ierro. Yo no puedo ser mecánico!