IZQUIERDA IZQUIERDA Estoy ruso. de. Ruso. Ja, ja, ja. interrumpe el mayordomo, arrojándole en ese idioma, una mal aprendida obscenidad. Entonces, como obedeciendo a una orden, ríe la peonada a coro, estúpidamente, sosteniéndose el vientre con las manos para atenuar los espasmos de la convulsión.
La risa, glacial, venenosa, brutalmente maligna, recorre los oscuros rincones de aquella tapera, envolviendo al desventurado paria en su fraternal oprobio.
El ruso parece no advertir la afrenta. Sus ojos fingen seguir las llamas que juguetean en el fogón.
Afuera, el pampero, continúa agitando su infernal zarabanda. Sobre el techo se mueven sordamente las tejas y silban las tacuaras. La hacienda muge a lo lejos con su voz prolífera. en la noche, desolada y fría, ese mugido parece un canto de ricas promesas para la tierra fecunda.
El ruso, olvidado ahora en la conversación general, apoyó la cabeza entre sus manos y los codos sobre las rodillas. El humeante candil proyecta su arqueada silueta a lo largo de la pared. Se diría que al calor del fogón meditase en silencio. Pero, un ronco suspiro delata que al paria miserable lo ha rendido el sueño, un sueño de dolores y de fatigas, de angustias y desesperanzas que aun de despertar al otro día, quizás, ha de acompañarlo, como una pesadilla, hasta la muerte.
Francisco Pó Siempre han de cair en lo mejor! exclama el capataz con acrimonia. Güeno. que pase ordena don Blas.
Todas las miradas convergen inquisidoras hacia la escuálida figura que traspone el umbral. Es un hombre delgado hasta quebrarse. Trae cubiertas las espaldas por una arpillera empapada y un pantalón adherido a sus piernas horriblemente flacas. Sus pies son dos plastones de barro informe y tiene en los ojos una expresión de bestia acorralada. Parece, así, tocado por un sombrero pringoso y destilando agua y barro, la imagen viviente de alguna pesadilla.
El mayordomo lo mide, de arriba abajo, con una sola mirada. En seguida, lo anonada con un granizo de preguntas. De dónde viene. dónde va. Qué anda haciendo. De qué se ocupa. Sinior. balbucea el desconocido y se detiene. Luego, quiere ex.
plicar algo que no explica. La cosecha. añade. fuí mala al Este. Nos ha decado in la miserias. Quién le priegunta eso. interrumpe el mayordomo De qué trabaja, digo. Eh. Hable, pues. No trabaja ahora, sinior. No hay trabaja. iP a los haraganes way! tercia, a media voz, el capabaz, poniendo una faz sombría.
El recién llegado, a invitación del cocinero, se sienta tímidamente en el suelo y coge una pequeña ración de carne. Todos mastican, ahora, en silencio, temiendo que la ira de los jefes pueda diespertar al menor ruido. El capataz, que observa al desconocido a hurtadillas, igual que todos, exclama, de pronto, congestionado. Ahi juna. Esto es de nuestra marca, recontra! con un violento manotón arranca al mísero la arpillera que cubre sus hombros. Vea usté, don Blas, si miento! agrega, enseñándole la bolsa. Caray! profiere el jefe, y se encara con el peon que lo mira perplejo. Dónde la robastes? Eh! Decí. dónde la robastes. Hablái. Dónde. Yo no roba, sinior. exclama el aludido, espantado, tratando de cubrir sus flacos brazos que asoman por las deshechas mangas de la camiseta. Yo no roba. Mi la dieron in la esquina. En la esquina. Hum. Habría que verlo! con un gesto de profundo desprecio le arroja el lienzo en la cara.
El desconocido lo recoge cubriendo de nuevo sus amoratadas espaldas.
Entre el silencio que ha vuelto a reinar, se oyen distintas estas palabras, que rematan un rezongo: Hi Qué entuavía haiga ladrones. De ser gobierno los mataría a cintarazos a estos sotretas!
Arrinconado junto a la pared, como acuciado por la mirada de todos, cohibido, sin atreverse a levantar la cabeza, el desconocido, conserva entre sus dedos temblorosos, la piltrafa de carne chamuscada que no atina a llevarse a la boca. Usté no ha de ser argentino. insinúa maliciosamente el cocinero. No? el interrogado, con voz que suena a claudicación dolorosa, cual si confesase una falta irreparable, murmura. inc DE