IZQUIERDA 36 IZQUIERDA 37 Cada vez que se presenta la oportunidad, entonces se le rinde un homenaje a la gran familia. Esto no obsta para que él se reserve un lugar de preferencia, donde se da siete bombos por semana. Hay más todavia: el susodicho director de la página asesora a varias compañías, y cada vez que dichas compañías estrenan, se festeja el acontecimiento a tres columnas, aunque las tales compañías no merezcan menos palos rechaza los palcos para poder aceptar algo más positivo y de más valor.
Empresario o compañía que no paga lo que se le exige, al otro día aparece con la con.
sabida clasificación: Sala boicoteada. Otro ejemplo más y terminamos. Hay varios teatros de bataclán entre nosotros.
Unos, pagan; otros, no. Pero todos son idénticos. El que paga, sin embargo, merece la clasificación de género crudo. mas, el que no paga, merece la clasificación de géne.
ro poco edificante. Aparte de que una publicación que consultara la moral de los espectáculos no podría publicar nunca, como lo hace Crítica. el anuncio de un teatro que da: las 18. 15: El bataclán sin tamt: sa. a las 21. 15: mi me gusta desnuda. a las 23. 15: La mejor de las papitas. a todas estas picardías manifiestas Crítica llama sentar un precedente ne cesario en el periodismo argentino. CHAVES.
que las otras. Crítica a UN VENCIDO la.
entusiasmo inicial, se sentía cansado y pensaba que se había metido en un callejón sin salida.
La escuela funcionaba en un caserón de arquitectura colonial, cuya fachada llena de arabescos y con dos endriagos aguantando el peso de un balcón, ofrecia un contraste singular con la edificación de aquel barrio obrero. Las salas donde se dictaban clases, eran espaciosas y estaban divididas por unas hileras de bancos. Las paredes se hallaban materialmente cubiertas de retratos de hombres célebres y de leyendas alusivas a la enseñanza. En las horas de estudio los niños se sentaban junto a las niñas. En esta forma, según los métodos modernos de la escuela, se preparaba a la mujer en un terreno de igualdad al del hombre. El personal docente lo componía un estudiante de medicina presuntuoso, aplazado perpetuo, con ribetes de revolucionario y que investigaba asuntos de botánica, Gerónimo y tres maestras ayudantas. la primera clase que asistió Geronimo, el estudiante, para demostrarle la excelencia de su método, reunió a varios chicos, los más inteligentes, sin duda, y empezó a hacerle preguntas. Se sentó sobre una esquina del escritorio, a fin de quitar a la clase todo ascmo de severidad catedrática, según decía, y permitió, luego, que los niños se acomodasen en torno de él, en las posturas que mejor les conviniese.
Finalmente, tomó un terrón de tierra y lo desmenuzó delante de los alumnos. Ellos, acostumbrados a esta lección, miraban la maniobra con aire de aburrimiento. El profesor interrogaba. Vamos a ver, amigos. Cómo se llama esta tierrita que cae?
Silencio absoluto. ver. Piensen, Ayer les dije. Recuerden. ver. Ce.
Ce.
repetian los niños. lu. seguía el profesor y los chicos hacían eco.
la. Como, a ver. Célula concluía el estudiante.
Entonces todos los niños lanzaban un solo grito. iCelulas!
Lo mismo ocurrió cuando le tocó el turno a los átomos. El profesor decía cogiendo entre sus dedos las partículas de polvo: De los átomos salen. qué salen, amigos?
Pero de los labios de los chicos no salía nada. Algunos se limitaban a mirar al maestro que, con la mano en lo alto, hacía caer una garúa de polvo sobre el escritorio. Otros erraban la mirada por el patio desierto y seguían con la vista el garabato que las golondrinas dibujaban en el cielo. Los más atentos se rascaban el cráneo, esperando pacientemente que el profesor leg dijese lo que ellos debían responder.
Gerónimo, observando el giro de la clase, sentia deseos de lanzar una carcajada y se regocijaba pensando el efecto que esa sallda produciría en los niños, en la maestra y hasta en el mismo profesor. si le tirase de la nariz. pensó luego. Este deseo se hizo tan imperativo en el que tuvo que cerrar los puños y hundirlds en el bolsillo, para huir de la tentación de cumplirlo.
La clase prosiguió Identro del mismo aspecto y en igual forma fueron tratados los animales, las plantas y los astros.
Finalizada la tarea, el estudiante explicaba a Gerónimo los progresos que en tan poco tiempo habian experimentado las niños.
Como habrá uste visto decía esto es pura enseñanza secundaria, y los chicos apenas cuentan diez años.
En esta forma, agregaba, iba a revolucionar todos los sistemas pedagógicos para crear las verdaderas escuelas del porvenir. Gerónimo todo eso le parecía ridículo y estúpido, y las palabras del estudiante se le antojaban de una falsedad sin límites.
Nuevamente, mientras el estudiante hablaba sin darse tregua, sintió deseos, de darle un tirón de nariz y, por último, experimentó tal fastidio ante esa charla, que interiormente se empezó a acusar de bestia y a compararse a un idiota más grande que la escuela, lo mismo que solía hacer en sus soliloquios por la carretera.
Gerónimo, todas las tardes, después de terminar las clases, se hacia el firme propósito de abandonar la escuela y tomar el tren esa misma noche para Buenos Aires. La vida que llevaba le era profundamente desagradable. Detestaba la ciudad, aborrecía el colegio y cumplía su misión de una manera mecánica. Era imposible para el soportar esos salones atestados de muchachos, Teos en su mayor parte, ves.
tidos en forma burda y que despedian un olor tan característico, que lo sentia siempre, en todas las cosas. Al principio, y sólo por ahuyentar el fastidio, se propuso enamorar a una de las maestras; pero a las primeras tentativas comprendió que era una tontería y se trató sin ninguna consideración. Lo único que verdaderamente le distraía y le procuraba algún placer eran sus escapadas al campo.
Todas las mañanas, apresuradamente como si alguien le persiguiese, Gerónimo Rivet, abandonaba las últimas calles de la ciudad y seguía por un camino abierto en la llanura. Ya en pleno campo moderaba su marcha respirando con satisfacción.
Cogia luego una vara con ella iba castigando las ramas espinosas curvadas a ambos lados de la carretera. Si el paso de un automóvil le obligaba a dejar el camino para evitar el polivo que se le venía encima, invariablemente exclamaba. Ojalá se te quebrasen los ojos, pedazo de bestia! y miraba al vehículo irse, con el ceño fruncido, apretando los puños y los dientes, como a la espera de que su deseo se cumpliese. Pero esto, en Gerónimo Rivet, no era más que un impulso repentino, pues pronto se serenaba y proseguía su paseo.
Era un hombre joven, rubio y de perfil fino. Tenía ojos azules y una mirada firme. Andaba con despreocupación y deteniéndose a veces a contemplar cualquier detalle le ofreciera la campiña inundada de luz. De pronto la carretera se empinaba. Entonces Gerónimo ascendía la loma, doblándose un poco. Una vez en la cima se sentaba sobre una piedra, dejando errar la mirada por la aldea, que yacía escondida en un rincón del valle. Asi permanecía mucho tiempo. El pueblo, objeto de su observación, era pequeño y cubierto de franjas de verdura. La calle principal atravesaba por el mismo centro de la población, y por ella cruzaban balanceándose algunos carros cargados de heno. Dominando todas las viviendas se erguía la torre de la iglesia, en cuya punta una cruz punzaba el cielo. Al margen del caserío corría un arroyo, junto al cual vagaban algunas vacas, hundiendo de vez en cuando el belo en el agua clara.
De regreso a la ciudad, Gerónimo tiraba la vara, hundía la manos en los bolsillos, y su marcha era entonces como la de un hombre deprimido. La frente se le llenaba de arrugas y, de trecho en trecho, iba subrayando sus reflexiones en voz alta. Sos un imbécil, Gerónimo. Un verdadero idiota! Sí; no te quepa la menor dudal Si. El más grande idiota que haya sobre la tierra!
No contento con eso, hacía comparaciones con lo primero que veia. Ese burro es más inteligente que vos, Gerónimo. Si. sino. Tenés la mollera más chica que la de ese cachilo. Sos un cuadrúpedo más grande que esa parva. Vamos a ver.
Asi seguía hasta llegar a las primeras calles de la ciudad. Trataba entonces de inquirir la hora, asomándose a las casas de comercio, con el propósito de descubrir un reloj aguzando el oído por si recogía el tañido de alguna campana que lo orientase. Debia dar clase a las ocho y le fastidiaba llegar al colegio a destiempo.
Gerónimo Ribet había venido a esa escuela costeada por varias asociaciones de trabajadores, con el propósito de hacer una buena obra y en la creencia que encau.
zaría su vida en forma definitiva. Harto de mariposear por los diarios de Buenos Aires, aceptó la propuesta convencido de que su destino era ese. Pero pasado sa que