CUADERNOS INTERNACIONALES CUADERNOS INTERNACIONALES humano y toda esperanza idealista! Estamos ante un tribunal, y aquí, el hombre es medido con el código a que se ha opuesto. No importa qué suerte de hombre es, si un mesías o un ladrón; de momento, no es más que un dato de prueba, un expediente de hechos probados, que hay que ponderar con arreglo al inflexible código.
Asi fué Cristo a la cruz, y los mártires a la estaca: así fué posible meter en vagones, como ganado, a millones de seres humanos, y enviarlos a Siberia o a Polonia. La norma siempre es la misma, si siempre es igual el cuadro: razones humanas frente a edictos autoritarios, del Estado. Y, una vez que la máquina empieza a funcionar, difícil es pararla. Todos los técnicos y mecánicos dicen que a ellos no les incumbe. Están muy atareados en lubrificar su peculiar ruedecita, y muy orgullosos de que marche como una seda. El espantoso cebo de los engranajes, es cosa que a ellos no les importa; literalmente: NO LES IMPORTA.
y no muy remoto. En el estado de peligro que surgió en Inglaterra al principio de la última guerra, el Parlamento aprobó apresuradamente ciertas Disposiciones de Defensa, que así se hicieron verdaderas leyes. Se consideraron necesarias entonces, en las desesperadas circunstancias de guerra y riesgo de invasión. Pero, una vez en vigencia, aquellas Disposiciones, quizá redactadas atropelladamente y, sin duda, escasamente consideradas, tenían que ser administradas al pie de la letra: como rígidos edictos. Por virtud de ellas, se declaraba delito el intentar apartar de sus deberes oficiales a los miembros de las fuerzas armadas. En otras palabras: en un estado de peligro nacional, no es tolerable el incitar a soldados o marinos a que abandonen su puesto. Todos sabemos cuál fué el propósito de tal disposición, pero el caso es que, convertida en la clásula número 39A de un código escrito, tuvo que administrarla el aparato judicial.
Surge un caso. Cierto grupo de hombres y mujeres cree que la guerra es un mal que hay que eliminar de la civilización para que no perezcamos todos. Saben que la guerra no es cosa que uno pueda abolir por decisión parlamentaria, ni aún siquiera por acuerdo internacional. Es un mal profundamente arraigado en la misma civilización, una enfermedad producida por la frustración y la neurosis de masas. Su cura ha de ser brusca ha de ser revolucionaria. fin, pues, de salvar el mundo para sus hijos, y de crear una buena probabilidad de avanzar hacia una pacifica y creadora actividad, este grupo de hombres y mujeres propugna un súbito cambio en la sociedad: según el cliché terrorista de la Prensa, predican la revolución. la predican abiertamente, ente quienquiera que les escucha, en las esquinas de las calles y en los periódicos y folletos que sus recursos les permiten imprimir. Algunas de estas publicaciones llegan a miembros de las Fuerzas Armadas, realmente, por lo común, miembros de Cuerpos No Combatientes, que no están armados. Pero en el Ejército no hay dominio privado para nadie; todos están sujetos a inspecciones o pesquisas periódicas, y en el curso de una de ellas se descubren algunos de los folletos en cuestión.
Se mueve una palanca, entra en funciones la máquina, y no tarda en poner al mencionado grupo de hombres y mujeres en el banquillo de los acusados, en la Sala Central de lo Criminal.
Se trata de ciudadanos hábiles y diligentes, sin excepción; pero eso es irrelevante. En la profesión que a diario ejercen, realizan buenas y útiles funciones, pues atienden a enfermos y heridos, construyen carreteras y ferrocarriles; pero eso es irrelevante también.
Hay un código, y en él una cláusula: 39A. Esa cláusula dice llanamente que nadie (en ninguna ocasión, mientras dure la vigencia legal de dicha cláusula) puede propagar doctrina alguna capaz de dar lugar a que cualquier miembro de las Fuerzas Armadas de Su Majestad Británica piense dos veces acerca de su deber de morir.
No es necesario presentar un soldado desafecto o rebelde por influencia de tal propaganda; cuanto el Estado necesita probar es que se ha hecho algo capaz de inducir a desafección.
Fuera los propósitos y las intenciones, fuera todo sentimiento DI Ha terminado la vista de la causa en la Sala Central de lo Criminal. Las pelucas pasan de la cabeza a la percha. Los detenidos se retiran del banquillo, y a ocuparlo llega un nuevo acusado: un negro, en causa de homicidio. Todo queda incluido en el trabajo del día, y van pasando mesías y ladrones, asesinos y prostitutas, timadores y abortantes. Podría decir un cínico que esto es la sociedad sin tapadera, el caldero en que hierve el bodrio de los buenos y los malos impulsos humanos. Pero aquí, en la sala, más parece que asistimos a un gran intento de poner la tapadera con todas esas siniestras figuras de togas negras y escarlata presidiendo el aquelarre a manera de brujas. ésta es, desde luego, la precisa y triste verdad. Aquí, en este inmenso caldero centralizado, los agentes de la Corona están intentando si es menester, brutalmente reducir, eliminar la horrenda masa de pululantes pecadores, y sólo a muy duras penas se dan cuenta de que el espectáculo es tan horrible precisamente porque está tan concentrado. Son incapaces de advertir que si la revuelta masa fuese diluída o dispersada, a fin de darle espacio y luz, podría reanimarse, ser depurada mediante el amor humano y la divina gracia (3. que operan donde se juntan dos o tres, no en el gentío. La justicia, como todo lo demás, padeco de concentración y asfixia.
Esta concentración se halla en correspondencia con la completa estructura social formación paralela. pero debe su peculiar cualidad a la misma independencia de la magistratura judicial, que en ella tiene su característica redentora. Los profesionales de la justicia constituyen una sociedad cerrada, una guilda seguramente protegida y claramente diferenciada, dentro de la sociedad de la nación entera.
Está investido de rangos y dignidades, de costumbres y precedentes, 116. 117