tuvo su error, su gran error. La revocación del edicto de Nantes privó a Francia de muchos elementos ricos e industriales que, buscando la libertad de su conciencia, emigraron a otras naciones, especialmente a Alemania, llevando consigo y con sus riquezas y aptitudes, el ideal de libertad; pero dejando en el suelo francés un ambiente de emancipación que hubo de irse condensando cuando, en el reinado de su nieto Luis xv, aparecieron Rousseau, Voltaire, Diderot y demás enciclopedistas preparadores del terrible estallido de 1793.
En tiempo de Luis xiv y más aún de Luis xv, sabido es que el territorio francés pertenecía, en sus dos terceras partes, a la Nobleza y al Clero. Sólo un tercio era propiedad del Estado llano, sobre el que pesaban todos los tributos y gabelas de que estaban exentos los otros dos poderes. La abolición de los Parlamentos por Luis xv, única válvula de expansión que tenía el pueblo, vino a sombrear más una situación cuya densidad se negaban a ver los monopolizadores de la riqueza nacional. Fué precisamente la abolición de los parlamentos, el hecho político que más elementos facilitó a los enciclopedistas para ir calentando la opinión. Ellos fueron como la cristalización del espíritu impulsivo y revolucionario, que tomó, luego, formas arrolladoras. En vano el apacible y desgraciado Luis XVI, al restablecer los Parlamentos, creyó poner un dique a la ola cuyo pavoroso fragor se iba percibiendo cada vez más. La Nobleza intentó aprestarse a la defensa de sus odiosos privilegios y el choque hubo de producirse el 14 de julio de 1789. La fuerza impulsiva, por más contenida más violenta, si bien rebasó, los límites de la razón y aún de la justicia, rompió para siempre los viejos murallones y provocó la sacudida política y social que la historia ha recogido. El terror, entonces impuesto por el Pueblo, ante nada retrocedió. Del Rey abajo sufrieron todos el castigo de las propias y de las ajenas culpas, castigo feroz, inhumano, pero castigo al fin a las atávicas corrupciones de tres siglos. Mas de aquel caos, de aquellas sublimes atrocidades, surgió algo imperecedero: los derechos del hombre, la inmortal consagración de la libertad humana.
Vino, como ley de la Naturaleza que es, la reacción de un movimiento que fué, en sus procedimientos, más allá de lo previsto y querido. El Thermidor, con la caída de Robespierre, terminó el reinado del Terror; pero ese mismo día germinó en Bonaparte la idea de ser él quien impusiera a la vieja Europa el nuevo Evangelio político nacido al derrumbarse los muros de la Bastilla. Que Napoleón fué el verbo de la Revolución, lo han afirmado sus apologistas y lo han aceptado sus detractores. No es caso de repetir aquí la historia, bien sabida, del que mereció de unos el dictado de déspota y fué apellidado por otros el Grande. Unos y otros, por singular coincidencia, tienen razón. Fué grande Napoleón para cuantos reconocieron en él al genio que encarnó el espí.
ritu renovador; fué déspota para los que, aferrados a lo tradicional, 439 Este documento es propiedad de la Biblioteca Nacional Miguel Obregón Lizano del Sistema Nacional de Bibliotecas del Ministerio de Cultura y Juventud, Costa Rica.