que el número de icebergs desprendidos del Polo Norte que vagan al azar en el Océano Atlántico, está en relación directa con el fenómeno de las manchas solares. Así, pues, por un accidente fácilmente explicable, nuestro clima, que depende en absoluto de la Gulf Stream, puede experimentar cambios de temperatura inversos del calor del sol.
Sin embargo, en las regiones continentales vecinas al Ecuador, el aumento de calor en los períodos de máximo de las manchas solares, se observa perfectamente; en esas condiciones, la evaporación de los océanos aumenta, la caída de las lluvias sigue de cerca al máximo undecenal de las manchas.
La influencia del sol no se detiene ahí: durante todos los once años a que me he referido, la electricidad solar desprendida por los fenómenos químicos debidos a la combustión de los materiales volatilizados en el infernal horno, viene, por influencia, a excitar nuestra atmósfera; las auroras polares redoblan entonces su intensidad por encima de las regiones glaciales de nuestro planeta; la aguja magnética se vuelve loca y nuestras brújulas pierden el Norte; grandes corrientes eléctricas cruzan el globo en el sentido de su rotación; las líneas telegráficas dejan de funcionar por horas y aun por días enteros; los gases interiores levantan la costra terrestre, los volcanes se encienden y los ciclones recorren los océanos; ningún átomo, ningún ser viviente puede sustraerse a las fuerzas misteriosas que emanan del astro central.
Sin embargo, esas manifestaciones se exageran todavía más desde hace unos treinta y cuatro años; la crisis solar se hace sentir sobre todo en nuestras latitudes, en donde los ciclos de lluvia y de sequía alternan por períodos de diecisiete años aproximadamente.
Ante tales hechos, sería una locura creer que el ser humano pueda escapar a la influencia de las convulsiones solares. Nuestro organismo es mucho más sensible de lo que suponían los físicos de otros tiempos: no vemos la electricidad, y sin embargo, la sentimos cuando amenaza la tempestad.
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