Las buenas letras Era na, ojos a su fisc sensitiv De vimient sus mai que era consagr Elc plazado sin ruid mal ni una lom do uns doblaba ΕΙ improvi la silla, el vestic delante caballo.
Au un eleg del cua Con el cuello airosamente enarcado, las orejas enhiestas y la negra y reluciente piel salpicada de espuma, el fogoso potro hacía resonar el empedrado con su rítmico manoteo y chispear entre la polvareda sus bruñidas herraduras. De las casitas diseminadas a ambos lados del camino salían enjambres de chiquillos desharrapados, caras más sanas que limpias, llenas de curiosidad y desconfianza; y las mujeres, ocupadas en las faenas matinales, se asomaban discretamente al ventanillo de la cocina, atraídas por aquellas pisadas regulares y vigorosas que no podían confundirse con las de los jamelgos campesinos.
No parecía advertir el jinete las miradas de que era objeto: absorto en sus pensamientos, rígido en la silla y con el casco gris calado hasta las cejas, apenas contestaba con un movimiento de cabeza al saludo de la interminable procesión de lecheros que, ya aislados, ya en animados grupos, se dirigían a la ciudad, zarandeándose entre los cuatro tarros de hojalata colgados de la albarda.
La carretera, ascendiendo siempre, pasa en línea recta por el pueblo de Guadalupe, deja atrás la zona de los cafetales, divide en dos la aldea de San Isidro, y después de subir serpeando por entre sembrados y potreros, se oculta bajo las arboledas y va a morir en las selvas que coronan la cordillera. espaldas del viajero se iba ensanchando poco a poco un panorama hermosísimo. Por el norte las sierras de Barba y por el sur las de Aserri se alargaban como los brazos de unas tenazas cuyo eje fuera el Irazú; en el centro del dilatado valle aparecía la capital como una isla plomiza en medio de un océano de verdura; en lo alto de las montañas las aldeas con sus casas blanqueadas semejaban montones de conchas adheridas a las rocas; y hacia el occidente, en donde las enormes tenazas no llegaban a cerrarse, las azules colinas de la costa cortaban la raya indecisa del Golfo de Nicoya. Distinguíase perfectamente en las laderas y cañadas los diversos cultivos, las manchas amarillentas de los cañaverales, los cuadros verdeoscuros de los cafetales, la vistosa alfombra de los potreros, los ríos como hilos de estaño y los rastrojos de color rojizo, listos para la quema.
En una mañana como aquélla, el paisaje dorado por el sol naciente no podía ser más encantador; pero ya fuese por estar habituado a él, ya porque sus cavilaciones girasen en torno de asuntos más graves, ni una sola vez volvió el viajero la cabeza para contemplarlo.
centro Ocu galeria pintada: de cana helecho laca. So tía adm to, y po las erup Veia cuadras nas y El galeria cuadra. dijo el lería, ar. 204 Este documento es propiedad de la Biblioteca Nacional Miguel Obregón Lizano del Sistema Nacional de Bibliotecas del Ministerio de Cultura y Juventud, Costa Rica.