una copa olvidada por algún peludo humilde junto a una ventana, e vino rojo brilla como un rubí, acariciado por un rayo de sol. Durante largos instantes nadie pronuncia una palabra en voz alta. Olvidando sus discusiones de mandarines engreidos por el estudio, todos parecen soñar un solo sueño varonil y místico, suave y terrible, un sueño de amor y de holocausto que une, por encima de los océanos, la imagen de la patria remota, siempre inviolada, a la imagen dolorosa de la comarca que tiembla sacudida por la tormenta de fuego. Hay orgullo en esta actitud, un orgullo sano, fuerte, tranquilo, un orgullo de hombres que saben brindar a un ideal lo más preciado que poseen, que son conscientes del sacrificio que hacen, que se deleitan en la ofrenda de sus vidas con una gentileza igual a la de los donadores que, en los viejos retablos florentinos, ofrecen su corazón a María como se ofrece una flor de púrpura. Yo examino uno por uno los rostros de mis doce pares, de mis doce apóstoles, de mis doce morenos. Los hay juveniles, de líneas delicadas, de perfiles casi femeninos; los hay serios un poco crispados y un poco estirados por el esfuer zo; los hay rudos, y ya maduros, con algo de hosco en las pupilas negras. Pero se nota desde luego que todos pertenecen a una misma familia, que todos son hijos de la misma madre raza, fecunda en almas aventureras. Junto al aviador chileno, recién salido de las aulas, el bombardero mejicano, cuyas sienes ya blanquean, se inmoviliza en una noble actitud. Entre ambos hay, en el espacio, la mitad de un Continente y en el tiempo la mitad de una vida. Son hermanos. sin embargo, y la sangre que ofrecen sale de las mismas venas ancestrales. Ah! los soberbios, los sublimes argonautas del fervorl. Si yo me dejara guiar por mis impulsos íntimos, los abrazaría uno por uno, sin pronunciar una sílaba, para hacerles sentir mi entusiasmo lleno de ternura. Estamos en misa. exclama de pronto sonriendo, mi amigo el Teniente. Si le contesto. es que, en efecto, un soplo eucarístico en el cual han comulgado juntos, ha pasado por sus espíritus. El misterio que los ha traído de tierras tan lejanas para amar religiosamente a Francia, no es un puro capricho del destino. En el reguero rojo que hoy santifica el suelo del pueblo predestinado, era necesario que hubiera muchas gotas americanas. viendo la copa que continúa brillando junto a las vidrieras, se me figura que es el Santo Grial en que estos hombres han mezclado su sangre redentora, para la misa roja de mañana 21 Este documento es propiedad de la Biblioteca Nacional Miguel Obregón Lizano del Sistema Nacional de Bibliotecas del Ministerio de Cultura y Juventud, Costa Rica.