El humorismo judío El judío es burlón como el francés, según afirma Andrés Spire en el Mercure de France. Cortés y lleno de sí mismo, se complace en burlarse de sus faltas, por cortesanía y por orgullo; habla de sus cualidades en voz baja, y de sus defectos en alta voz. En lugar de ideas generales, prefiere siempre la imagen y el ejemplo; tratad de convencerle por un razonamiento, y no os presta atención; acertad con una buena anécdota y lo tenéis cogido.
Otra fuente más turbia, de donde procede también la guasa judía, es la de los conversos o renegados. La mayor parte de las razas idealizan su tiempo: toda griega está orgullosa de tener su frente estrecha y la nariz recta, como toda armenia desea tener la cara tan redonda, que su amante pueda compararla con una manzana, una granada, una naranja, o la cara misma de la luna. Una raza vencida o secularmente despreciada, acaba por despreciarse a sí misma, no admirando sino el tipo y el alma de sus vencedores. Los judíos conversos rabian por no poder cambiar de cabeza, como han cambiado de religión; desidealizan su tipo, y se sienten halagados cuando se les dice que no tienen nariz judía, o pelo judío, o maneras judías. De estos hebreos que cambiarían con gusto sus movibles narices por la nariz elevada y pastosa de un auvernés, proceden no pocos chistes, fáciles de reconocer entre los demás. En la masa enorme del repertorio hay, naturalmente, de todo. Enrique Heine cuenta que el rabinc de Albona mostraba al incrédulo Salomon Maimón el Schofar la trompeta primitiva de que el oficiante saca gritos salvajes cuando la sinagoga pronuncia el «Herem» o excomunión judía. Sabes lo que es esto. le preguntó con aire sombrio; a lo que Salomón contestó muy traquilamente. Sé que es el cuerno de un macho cabrio.
En esta anécdota, Heine admira el rostro inmóvil y la audacia tranquila del filósofo, viéndose claramente la intención del cuentista; pero en la que la intencion es más dudosa, es en este cuento de Alsacia: un mozo de cordel, que no había ganado un cuarto en toda la semana, quiere volverse a su casa de Colmar para el sábado.
Consigue deslizarse en el muelle, y toma el tren; en el camino, el revisor le pide el billete.
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