nios, que son, al mismo tiempo, los designios de Dios. Los grandes ideales, dijo el Kaiser en el banquete dado a los artistas que esculpieron, bajo su inspiración, los grupos de la Avenida de la Victoria, de Berlin. los grandes ideales son ahora permanente propiedad de Alemania, mientras las demás naciones los han perdido total o parcialmente. El pueblo alemán es ahora el único llamado en primer término a proteger, cultivar y fomentar los grandes ideales. Si al cumplimiento de esta misión providencial que los alemanes se adjudican se oponen ciertos sentimientos compasivos, o ciertas cláusulas del derecho de gentes, o ciertas convenciones internacionales. no se sentirán los alemanes en el deber de arrollar sentimientos, convenciones o cláusulas para realizar sin embarazos su misión superior? los qne se preguntan cómo es posible que un pueblo culto sea cruel, se les contesta diciendo que la única cultura que nos hace compasivos es la cultura de la compasión.
Otras veces se escuda la incredulidad respecto de las «atrocidades alemanas» en que las quejas se profieren con pasión. Esta prevención contra los apasionamientos, muy extendida en las clases intelectuales, se funda en la ciertísima experiencia de que cuando estamos apasionados no discurrimos bien. Pero frente a esta observación hay que hacer otra: la de que no puede esperarse frialdad de juicio de la persona que ha padecido un horror innecesario e inmotivado. La frialdad puede y debe esperarse del juez, no del damnificado. Claro está que debe descontarse, y se descuenta, en el relato del damnificado, lo que haya puesto la pasión. Pero es obligación del juez y todos los hombres tenemos la obligación moral de juzgar este pleito, porque, fuera de Dios, no hay otros jueces que nosotros la de depurar en lo posible lo que haya de cierto en estas acusaciones.
Sólo que a esta obligación se opone el universal egoísmo de los hombres, aparte de la dificultad de poner en claro la cuestión. Unos dicen esto, otros dicen lo otro. quién me manda a mí meterme a Don Quijote. Si se tratase de acusaciones leves! Pero se trata de incendios de ciudades enteras, de destrucción de templos, de fusilamientos de eclesiásticos, de un régimen de trabajos forzados impuesto a inmensas multitudes de prisioneros de guerra y de poblacio nes pacíficas.
El egoísmo más elemental se resiste a entender de estos negocios. Imaginémonos el caso de una mujer que nos detiene en medio del camino para decirnos. Ha entrado en casa un extraño. Me ha matado el marido y dos hijos; ha encadenado a los otros dos; me ha quemado los muebles y ahora está en la ventana con un fusil, que disparará contra todo el que intente hacerme justicia. Esta mujer nos crea una situación desagradable. Si lo que dice resulta cierto, nos parece que no hacemos bastante si reconocemos la razón que le asiste en su queja. Qué hacer. Acudir a su casa y desalojar a tiros al que injustamente se ha apoderado de ella? Pero Don Quijote, viejo y desengañado, anda mal de armamentos. Lo mejor es cerrar los oídos; no atender, no enterarse.
Así se expresa en la mayoría de los casos, la incre295 294 Este documento es propiedad de la Biblioteca Nacional Miguel Obregón Lizano del Sistema Nacional de Bibliotecas del Ministerio de Cultura y Juventud, Costa Rica.