Orto y Ocaso Ya las claras del día éntranse por el Oriente apagando el brillo de las últimas estrellas, que parpadean, como rendidas del sueño, allá en las alturas de la bóveda azul; los gallos se rebullen en los corrales, y al sacudir su caliente pluma, esponjándose, cantan una vez y otra, con esa voz agria y chillona, mezcla inarmónica de notas graves y agudísimas, mientras las calladas hembras, despreciando esos floreos músicos, escarban con sus paticas el estiércol, picoteando las semillas a medio fermentar, que brindan suculento desayuno. Ya los gorriones se esparcen en alegre turba por los sembrados, hundiéndose en la dorada mies y comiendo a su sabor de los granos sazonados en la turgente espiga; ondas de luz llenan el espacio; el ambiente estival, fresco como una caricia del alba y sano como la fruta en sazón, difunde los efluvios del campo, que llevan en su conjunto embriagador aroma de la hierba seca, perfumes de las granadas mieses, olor de pámpanos y racimos verdes, de tomillos y jaras, de tanto arbusto, árbol y flor como en la estación fecunda rinde homenaje de amor a la provida madre Tierra.
Grupos de gente del campo, los hombres con zahoenes de piel de cabra, camisas de lienzo y gruesos zapatos herrados, las mujeres con refajos de color y ancho sombrero en la cabeza, salen por las preciosas puertas árabes, y envueltos en el polvo blanco del arrecife, se alejan cantando, dan en la espadaña bizantina, redoblan y tabletean con sus picos larguísimos; los trenes rompen la campiña con su estruendoso ondular.
y entre la salvaje armonía de estos rumores, álzase triste, como la vocecita del niño enfermo, el són pausado y melancólico del esquilón de la iglesia, que llama al pueblo a la primera misa.
La tarde avanza con su cortejo de luces y neblinas: allá quedan los segadores envueltos en los destellos últimos del día cortando mieses con sus cansados brazos. El río se despeña quejumbroso por la presa del molino; los grillos cantan bajo la grama fresca; las vides agitan sus sarmientos como llamando al aire de la noche; las cigüeñas vuelan hacia el nido de broza que labraron en lo alto de la espadaña bizantina; la estrella de la tarde, como globo de luz, hermosa y triste, álzase en el cielo cual heraldo de las sombras.
Grupos de campesinos avanzan por el caluroso arrecife, entre el polvo que levantan las llantas de las ruedas de las carretas cargadas de grano, que gimen al rozar sus ejes secos, con un ritmo pausado y dulce semejante a los ecos de la gaita pastoril; las murallas y terrenos en ruinas de la ciudad morisca parecen temblar entre la niebla transparente y azul que los envuelve; las mujeres cantan en el camino, recogiendo el refajo en la cintura y clavando en el pelo espigas rubias que el viento mueve. La tarde es triste como el alba alegre; el campo descansa caldeado; los hombres van hacia sus hogares y como llamándolos con 220 221 Este documento es propiedad de la Biblioteca Nacional Miguel Obregón Lizano del Sistema Nacional de Bibliotecas del Ministerio de Cultura y Juventud, Costa Rica.