EOS 185 184 EOS Cuando el lunes decia el pasante en la clase: dominus Tiburtius Tibacoque pessimam dedit, el nombrado echaba con disimulo mano a la cartuchera, sacaba el consabido cabo de vela de sebo, envuelto en cebolla colorada, y presuroso se daba frotación en las partes que iban a quedar expuestas a los golpes del enemigo.
El catedrático, con la misma solemnidad con que el alto magistrado dice: en nombre de la República y por autoridad de la ley, pronunciaba la fatidica sentencia: ipase al rincón!
En el acto dos estudiantes se quitaban los capotes, y con un ayudante los extendían como cortinas en uno de los rincones de la clase: el reo se dirigia al lugar del suplicio implorando suavidad de manos del pasante ejecutor. Ya en el recinto, sin ofender el pudor de los alumnos, se le desatacaban los calzones que caian sobre los tobillos, exactamente como los de Sancho Panza en la aventura de los batanes; un patán robusto tomaba las manos de la victima y las colocaba sobre sus propios hombros al mismo tiempo que otros dos estudiantes le sujetaban los pies para evitar las cabriolas.
Preparadas asi las cosas, sin alterarse y con santa paciencia, el pasante dejaba caer el ramal dando en el blanco, metódica y concienzudamente: a cada descarga respondia un ¡ay. terminada la ejecución, volvian todos a sus puestos para oir el discurso encomiástico de los azotes que al compungido ajusticiado aplicaba el maestro. Se nos olvidaba decir que quien hacia las veces de carguero, corria dos peligros: el primero, recibir algún ramalazo en las espaldas cuando el penado zafaba el cuerpo; y el segundo, la inundación que solia producir la congoja del paciente.
Todos los años por la cuaresma se daba a los estudiantes un retiro espiritual durante tres dias; alli era el crujir de dientes, por la idea de tener que desembuchar las verdes y las maduras.
Como sucede en todos los ejercicios, el primer día se encarecia la conciencia; el segundo, se echaba a todos al infierno, y el tercero, ya se dejaba esperanza de salvación, mediante confesión sincera y enmienda de costumbres.
El examen de conciencia era de lo más sencillo: se juntaban los colegiales en algún sitio apartado, provistos de papel y lápiz; uno leia en alta voz la lista de todos los pecados cometibles, y cada uno apuntaba los que le correspondian.
Desde las doce del último dia de ejercicios empezaban a llegar sacerdotes a confesarnos. La proximidad de aquel acto, siempre imponente, y el temor natural que en esos casos se apodera de los muchachos, influían para que hiciéramos esfuerzos con el fin de cerciorarnos de que el confesor que eligiéramos era de los llamados de manga ancha. Nos contábamos entre los que estaban en este caso, por una aventura en que habiamos tomado, si no una parte activa, si alguna de dudosa ortografia, por lo que la conciencia nos hacia ver en esos criticos momentos nuestra culpa elevada a la quinta potencia.
Un estudiante endiablado, conocido por el apodo de Turra, de esos que ya no son nifios y cuyo metal de voz semeja al graznido de los gansos, nos convido a varios. cachifos el dia de San Juan, para ir a bañarnos a Tunjuelo, con la advertencia de que cada uno debia llevar algo de fiambre o el dinerillo que pudiera; en esos tiempos medio real de granada era un capital. Dejamos a guardar en una chickería de los arrabales los capotes y calzado y emprendimos marcha en cuerpo y ad pedem littere. Mas acá de la Vuelta del Alto entramos a una casita de paja en que vivia una pobre mujer que tenía de venta en la tienda, longaniza mohosa, panes de a cuarto como guijarros, cuajadas agrias, revenidos alfandoques, y conservas de sidra, de las que se hacen para aprovechar en los trapiches el agua con que se lavan el cuerpo los peones enjelados.
Turra hizo la requisa de nuestros bolsillos y extrajo de ellos real y medio, incluso un cuartillo de leon, algo sospechoso; compró con ese dinero longaniza y pan, y rogó Luego a la ventera que asara la primera sobre las brazas de boñiga que por esos lados es el único combustible de los pobres.
Apenas hubo desaparecido la ventera, Turra saltó por sobre el mostrador y se echó a los bolsillos unos cuantos alfandoques y conservas, exclamando con aire de triunfo: inos salvamos. el dulce es mi fiambre! poco volvió la mujer y nos entregó el asado, satisfecha de la venta exEste documento es propiedad de la Biblioteca Nacional Miguel Obregón Lizano del Sistema Nacional de Bibliotecas del Ministerio de Cultura y Juventud, Costa Rica.