EOS 182 EOS 183 Se enseñaba aritmética, por Urcullu; Castellano, por autor anónimo; francés, por Chantreau; psicologia, por Gerusez; latin, por Nebrija, y del mismo estilo eran los demás textos, todos tan ininteligibles, que, como dice el Manco de Lepanto, ni Aristóteles que resucitara, les desentrañaria sentido. En la obra de geografia que usábamos, cuyo autor no recordamos, se leia en el año de 1846, lo siguiente. Santafé de Bogotá, capital de Colombia, situada al pie de los nevados de Monserrate y Guadalupe, en donde nacen los caudalosos ríos de San Francisco y San Agustin, atravesados por magnificos puentes; en sus aguas se pescan anguilas y capitanes. Todas las calles están perfectamente empedradas y embaldosadas, y por el centro de ellas corren ar royos de aguas puras y cristalinas. Lástima que nuestro geógrafo no hubiera venido a echar las redes o el anzuelo en los caudalosos rios para ver qué comia de lo que sacara!
El latin empezaba por el musa, musc y la conjugación del verbo amo, amas, amaré; pero se castigaba con extrema severidad al que ponia en práctica el amor o alguno de sus derivados.
Los estudiantes tenían entre si la más estrecha solidaridad, y la menor infracción a este respecto se castigaba golpeando con los capotes al delincuente, lo que se llamaba dar capoteo.
Algunos patanes ejecutaban atrevidas salidas clandestinas por medio de lazos (cuerdas) llenos de nudos, a fin de poderse prender con más facilidad, operación que se llamaba echar culebrilla, para la cual el autor principal necesitaba cómplices y auxiliadores.
Fijada la hora para una noche bien oscura, se arreglaba la cama de los actores colocando sobre ella algo que se pareciera al estudiante acostado; un extremo de la cuerda se amarraba a la ventana por donde se hacia la evasión, y santiguándose cada cual para librarse de todo mal y peligro, se lanzaba al espacio, ni más ni menos que las arañas al dejarse caer de lo alto para fabricar su red.
Aquel a quien la suerte designaba para bajar el primero, atesaba la cuerda para que los demás lo hicieran con menos peligro, el último mono se ahogaba, queremos decir, se resignaba a recoger la soga, aguardándose para otra oportunidad. La falta absoluta de alumbrado y serenos facilitaba la fuga; pero siempre se consideró esa travesura como acción distinguida de valor, especialmente si tenía por teatro el costado occidental del Colegio de San Bartolomé, porque el punto de partida era el altísimo tejado, y el sitio obligado para apoyar la culebrilla era alguna de las ventanas de las galerias situadas sobre dicho tejado. La vuelta al Colegio era más fácil, y para ello se aprovechaba la entrada a paso de los externos, a las seis de la mañana; nunca faltaba capote amigo que encubriera los prófugos a la vigilante mirada del portero.
Si el catedrático era intransigente, se la jugaban de varios modos. En una ocasión, el de aritmética tomó la costumbre de burlarse de un patan perdido que vestia levitón de bayeta ecuatoriana de color castaño, y en cada caso en que se ofrecía mencionarlo, decía: a ver el señor levita de rapé.
Un dia, al sentarse el catedrático en su cátedra, empezó a husmear, como hacen los perros de cacería al descubrir la pista del venado: atormentado con lo que olía, el desgraciado exclamó en tono lastimero: señores, el que haya pisado puede salirse! Todos acudimos presurosos a examinarnos para ver si aprovechábamos tan intempestivo asueto, pero no nos tocaban las generales, desesperado el catedrático, que era un pabre padre de familia, levantó de obra antes de tiempo, yéndose a su casa en derechura.
Parece que levita de rape fué el autor de aquel desaguisado, porque el maestro no volvió a llamarlo con tal apodo.
Los castigos, lo mismo que en los tiempos del tormento, eran ordinarios o extraordinarios. Los ordinarios consistían en ferulazos que se recibían en las palmas de las manos, con garbo y como diciendo, esto no es conmigo; y en encierro, diurno o nocturno, con cama o sin ella, pero siempre con el capote, que la suplia. Los extraordinariamente extraordinarios, se resolvian en el ramal o la expulsión. Una semana entera de pésimas o faltas mayores contra la moral o buenas costumbres, dentro o fuera del colegio, se castigaban, lo primero con tres y lo segundo con doce azotes.
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