EOS 145. Para qué?
Hacia seis años que era maestra en aquel pueblecillo de casas bajas y sucias. Los seis restantes de los doce que tenia de enseñar, los paso en otros caserios no menos tristes e insignificantes. Tan insignificantes y tristes como la magra figurilla morena en que Dios vaciara esta alma. Bien deseó ella trasladarse a algún distrito más importante que estos que le tocaran hasta entonces, ojalá a la escuela de la villa, donde habia hasta quinto grado y libros buenos en que poder estudiar. Además, asi podria ganar más; con lo que ganaba apenas les alcanzaba para medio vivir. Pero jamás otra persona que no fuera su madre, se interesó por ella. Los señores inspectores que velaban por el orden de las escuelas en que trabajaba, eran gentes demasiado preocupadas en los trascendentales problemas de la instrucción, para fijarse en la pobre muchacha que les hablaba con voz humildosa. Además, como era muy tímida, en cuanto uno de estos señores asomaba a la puerta de su aula, perdia el dominio sobre si misma y no lograba formular una sola pregunta sensata, lo cual hacia que no se la viera con buenos ojos. Nunca consiguió que le dieran otro grado que el primero. Doce años de enseñar a leer mocosillos! Algunas de sus primeras discipulas ya se habían casado.
Era desolador oir su voz en los mediodías, cuando el sol quema y cantan las cigarras, emitir sonidos haciendo coro con los niños: a a pa la pala.
Desgraciadamente tenia un espiritu melancólico e inconforme que se intensificaba cada vez más. Cuando emprendia por las mañanas el camino del pueblo en que era maestra, y veia los potreros tan frescos y verdes por las continuas lluvias, los paredones y las hondonadas vestidas de flores y aspiraba el olor enervante de la tierra mojada, le invadia un gran deseo de echarse a la vera del camino y dormir y nunca despertar. Pensaba sin alegria, más bien con desgano, en la parvada de chiquillos sucios y anémicos que la esperaban en aquella pieza de piso de tierra, de paredes enjalbegadas, en las que la capa de cal se hendía y se caía a pedazos. Por la puerta abierta, veria todo el dia el patio de la casa vecina, con su gran cerda negra revolcándose en los charcos y los alborotos y luchas de las gallinas, cada vez que les arrojaban algún desperdicio. cuando por la tarde regresaba a su casa, bajo los aguaceros o entre la neblina y miraba los árboles tan quietos y como si los agobiara un pensamiento doloroso, volvia a sentir el anhelo de doblar las rodillas, y quedarse tendida bajo el cielo gris erizado de lluvia. La esperaba la madre con la comida, que en los últimos tiempos se hiciera más escasa porque así lo exigia el sueldo disminuido con lo de las célebres tercerillas.
La madre era una mujer parecida a la hija, que hablaba con voz doliente, caminaba arrastrándose y cada rato suspiraba un. Ay, Jesús mio!
Comían en silencio y después se iban a la salita de paredes ahumadas y de vigas ennegrecidas. Préndiase la pequeña lámpara que dejaba oscuros los rincones; Albina cosia o leia en la penumbra, la anciana desgranaba su rosario y de rato en rato suspiraba. Ay. Jesús mio. menudo Albina se quedaba con la aguja en el aire o dejaba caer el libro en el regazo y pensaba. Qué triste es todo. Por qué no nos envia Dios la muerte a mi madre y a mi? Después se acostaban. Muchas veces antes de dormirse, lloraba. Las lágrimas primero humedecian sus labios y después su almohada.
Los domingos iba a misa. Sentia lástima de sí misma al encontrarse vistiéndose su mejor traje y pasándose una capa de polvos de arroz sobre el rostro pálido y desteñido, ante el espejito que colgaba junto a su cama. la salida conversaba un rato con las compañeras de profesión en un banco de la plaza, bajo los árboles, pero pronto se quedaba silenciosa. Acaso ella tenia algún dulce secreto que confiarles? Alejábase lentamente, dejando tras si la alegria que salia en las carcajadas y palabras de las bocas juveniles de sus compañeras.
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