154 EOS EOS 155 El rostro de mi inglés es águileño, noble y hermoso.
Así como en el ánimo los ingleses se asemejan a los castellanos, en el rostro es frecuente el perfil de romano antiguo, que es también el perfil de los italianos en nuestros días. Lo que cambia es el color, rojizo y brillante en el inglés, pardo y mate en el italiano.
En el rostro de mi inglés campea cierta expresión típicamente inglesa. Es una especie de sonrisa sutil, socarronería celada, perfidia cauta y fina zumba. Quien haya vivido en Inglaterra habrá echado de ver cuán general es este linaje complejísimo de expresión en los hombres, así como la de candor angélico en las mujeres. Para el que no haya vivido en Inglaterra, basta con que examine en las revistas ilustradas los retratos de algunos personajes ingleses; por ejemplo, de Grey, Asquith y Lloyd George. Comparadas las efigies de Grey e Hindemburg, es obvio que pertenecen a dos tipos opuestos de humanidad. Acaso los dos sean hombres temibles: pero por cuán diferentes razones! si examináis con atención los ojos de Asquith y de Lloyd George, hallaréis que su sonrisa es. Apenas me atrevo a decirlo por lo estupendo, peregrino y paradójico. Pues sí: es la sonrisa enigmática de la Gioconda, a pesar de los hoscos y aborrascados mostachos del primer ministro inglés.
De esta expresión sutil y enigmática de los ingleses y, en un estilo aún más depurado, de los estadistas y diplomáticos ingleses tengo para mí que ha nacido la acusación injusta de «pérfida Albion. Las primeras veces que se tiene ante si esta especie de expresión maliciosa y desconcertante, uno piensa. ese hombre por dentro se está riendo de mí y de todo. Luego resulta que el usufructuario de esta expresión complicada es un corazón sencillo, cándido y bondadoso, dispuesto a considerar el mundo como un espectáculo tristemente divertido, pero incapaz de reirse de nadie con mala intención. Cuando se hace este descubrimiento, se ha aspirado la última esencia de la civilización inglesa, se ha recibido la intuición del humorismo.
Arranca el tren. El inglés es mi vecino en el departamento. La primera hora de viaje leemos periódicos y cambiamos algunas palabras y comentarios indiferentes. pesar de todo, sea él quien hable, sea yo, mi inglés sonríe como si nuestras palabras estuvieran preñadas de secretas alusiones. Un mozo, que viene trashumando por el pasillo del tren, se asoma a nuestra portezuela y nos anuncia que es la hora del almuerzo.
Pasamos al coche restaurant y nos acomodamos en una mesita de dos asientos, frente por frente, mi inglés y yo. Me tienta el deseo de hablar de la guerra; pero, por no pecar de indiscreto, eludo la tentación. Por fortuna, mi inglés toca el tema y lo afronta francamente. Yo acudo, de vez en vez en el palique.
Me interesa más escuchar que hablar. Los alemanes dice mi inglés aseguran que Inglaterra quería la guerra. Usted que ha tratado muchos ingleses, recuerda algún inglés que le haya hablado de la guerra. No, señor. Los ingleses no querían ni dejaban de querer la guerra. No creían en la guerra, esto es todo. una cosa en que no se cree, no se quiere ni se deja de querer. Los ingleses somos un poco tardos de comprensión.
Yo esbocé un gesto denegatorio. Mi inglés repitió: Este documento es propiedad de la Biblioteca Nacional Miguel Obregón Lizano del Sistema Nacional de Bibliotecas del Ministerio de Cultura y Juventud, Costa Rica.