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292 EOS EOS 293 En París, a la hora de la explosión palpitantes, vibradoras, plenas de sugestión y de verdad son estas en que el gran novelista va más allá de todos sus aciertos anteriores! He releído dos, tres, muchas veces estas páginas, y siempre encuentro en ellas toda la grandiosidad magnífica y exuberante de la realidad. Nada de tanto como hemos leído de esta guerra enorme, cuyo frente de batalla de 500 kilómetros es el más grande de todos los siglos, nos ha causado la profunda sensación que esta segunda parte de Los cuatro jinetes.
La tercera parte es el desenlace? Tal vez no.
Aventurado hubiera sido para el novelista tan veraz, tan noblemente discípulo de la realidad, imaginar para su libro uir descenlace que todavía no ha llegado para Francia.
Acaso esta última parte de Los cuatro jinetes sea, antes que un epílogo, un prólogo de la Francia futura, la Francia que sobre los «campos de la muerte» está simbolizada por una mujer que, ante los viejos huérfanos de sus hijos oh, la orfandad terrible de aquellos que la vejez entregó débiles e indefensos al apoyo de los jóvenes fuertes y audaces. abraza al amado, mientras «sus faldas, libres al viento, moldearon la soberbia curva de unas caderas de ánfora.
Porque así, en una evocación a la fecundidad futura, termina esta novela admirable, digna de Francia y de España. digna también del propio Vicente Blasco Ibáñez, que sigue siendo el primer novelista español de nuestra época.
En mitad de los Campos Elíseos vieron a un hombre, con sombrero de alas anchas, que marchaba delante de ellos lentamente y hablando solo. Argensola lo reconoció al pasar junto a un farol. El amigo Tchernoff.
El ruso, al devolver el saludo, dejó escapar del fondo de su barba un ligero olor de vino. Sin invitación alguna arregló su paso al de ellos, siguiéndoles hacia el Arco de Triunfo.
Julio sólo había cruzado silenciosos saludos con este amigo de Argensola al encontrarle en el zaguán de la casa. Pero la tristeza ablanda el ánimo y hace buscar como una sombra refrescante, la amistad de los humildes. Tchernoff, por su parte, mirá a Desnoyers como si lo conociese toda su vida.
Había interrumpido su monólogo que sólo escuchaban las masas de negra vegetación, los bancos solitarios, la sombra azul perforada por el temblor rojizo de los faroles, la noche veraniega con su cúpula de cálidos soplos y siderales parpadeos. Dió algunos pasos sin hablar, como una muestra de consideración a los acompañantes, y luego reanudó sus razonamientos, tomándolos donde los había abandonado, sin dar expli.
cación alguna, como si marchase solo. a estas horas gritarán de entusiasmo lo mismo que los de aquí, creerán de buena fe que van a defender su patria provocada, querrán morir por sus familias y hogares que nadie ha amenazado.
JOSE FRANCÉS Este documento es propiedad de la Biblioteca Nacional Miguel Obregón Lizano del Sistema Nacional de Bibliotecas del Ministerio de Cultura y Juventud, Costa Rica.