260 EOS EOS 261 Separarse de la educación que se ha recibido, no es extraño; por tanto, la enseñanza clerical no es siempre irremediable. Prueba de ello, Voltaire.
Los tres escolares de los Fuldenses estaban sometidos a esa peligrosa enseñanza, si bien atemperada por la tierna y elevada razón de una madre.
Aqueila casa de los Fuldenses es hoy su más querido y religioso recuerdo. Se les aparece cubierta de una especie de sombra salvaje. Allí fué donde, en medio de los rayos del sol y de los perfumes de las rosas, se desarrollaba la misteriosa fecundación del alma. Nada más tranquilo que aquella vivienda florida, antes convento, luego soledad, siempre asilo. intervalos, en aquella vasta cámara de abadía, en aquellos escombros de monasterio, bajo aquellas bóvedas de claustro desmantelado, el niño veía ir y venir, entre dos guerras de las que oía el ruido, viniendo del ejército y yendo al ejército, un general joven, que era su padre, y un joven coronel que era su tío; pero aquel ruido encontrado duraba sólo un instante; luego, a un toque de clarín, se desvanecían aquellas visiones de plumas y de sables y todo volvía a quedar en la misma paz y silencio en aquella ruina, donde él había descubierto una aurora.
Así vivía, ya pensativo, hace sesenta años, aquel niño, que era yo.
Me acuerdo de todas estas cosas conmovido.
Era la época de Eyleau, de Ulm, de Auerstadt y de Friedland, del Elba forzado, de Spandau, de Erfurt y de Salzbourg, de los cincuenta y un días de Dantzick, de las novecientas bocas de fuego vomitando aquella victoria enorme: Wagram; el tiempo de los emperadores sobre el Niemen y del Czar saludando al César; la época en que había un Departamento del Tiber; París, capital de Roma; la época del papa recluído en el Vaticano, de la Inquisición destruída en España, de la Edad Media destruída en la agregación germánica; de los sargentos hechos principes; de los postillones hechos reyes; de las archiduquesas casándose con aventureros; era la hora extraordinaria: en Austerlitz, Rusia pedía gracia; en Iena, Prusia se aplastaba; en Esling, Austria caía de rodillas; la Confederación del Rhin anexionaba Alemania a Francia; el decreto de Berlín formidable; a la derrota de Prusia sucedía la quiebra de Inglaterra; la fortuna en Postdam entregaba la espada de Federico a Napoleón, quien desdeñaba tomarla, diciendo. Tengo la mía. Pero yo ignoraba todo esto; yo era un niño.
Yo vivía entre flores.
Vivía en aquel jardín del convento, y si corría como niño, reflexionaba como hombre.
Observaba el vuelo de las mariposas y de las abejas; cogía botones de oro y campanillas, y no veía a nadie más que a mi madre, a mis hermanos, y al buen viejo sacerdote con su libro debajo del brazo.
Algunas veces, no obstante la prohibic ón, me aventuraba a internarme en el fondo del jardín; pero nada escuchaba más que el viento, nada me hablaba más que los sonidos, y nada veía más que los árboles; y contemplaba, a través del ramaje, la vieja capilla cuyas desvencijadas vidrieras permitían ver las paredes interiores magníficamente incrustadas de conchas marinas.
Los pájaros entraban y salían por las ventanas.
Dios y los pájaros están siempre juntos.
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