drogueros, al poco tiempo, empezaron a adornar sus escaparates con el artefacto que servía para nuestras particulares iluminaciones. Llevábamos la lampari.
ta encima de la barriga, colgada de un gancho de cricket, y por encima de ella según la consigna que nos habíamos dado abotonábamos el sobretodo. Aquellas lamparillay, no sólo apestaban a lata recalentada, de una manera infame, sino que por añadidura apenas ardían aun cuando las estábamos despabilando metódicamente. La verdad es que no servían para nada, de suerte que el placer que nos producían era puramente imaginario. Los pescadores ponían linternas en sus barcos, y de ellos seguramente habíamos tomado ejemplo, aun cuando ni sus linternas eran de ojo de buey, ni nosotros tratábamos de imitarles en otra cosa. Los agentes llevaban sus linternas sobre la harriga y lo mismo hacíamos nosotros; pero, por lo demás, no habíamos soñado en echárnoslas de polizontes. Quizá más bien pretendíamos imitar a los ladrones, recordando edades pasadas en que las linternas de ojos de buey eran mucho más comunes, y ciertos libros de cuen.
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