Julio III, a la púrpura de los cardenales, a la corona de los príncipes, a la reja de los banqueros, a Carlos V, a Francisco I, al Condestable de Montmorency, al rey de Inglaterra, a los artistas, a Solimán, a Barbaroja. Con el erotismo de sus sonetos emborracha a los libertinos; con el veneno de sus epigramas intimida a los irresolutos; bajo el cieno de sus calumnias ahoga a los que se le oponen. Nadie osa resistirle ya. Desde la inmunidad de su trono de pordiosero, en el fondo del Adriático, domina la Italia entera. Con una pluma y una hoja de papel, dice, me río del universo. Náda en las prebendas y los honores.
Cabalga a la derecha de Carlos Julio III, pontífice, lo besa en la frente. Se ufana de ser woráculo de la verdad y secretario del mundo. La gloria y la infamia, él las imparte. El seguro de la honra, la caución contra la maledicencia se pagan a precio de oro en las antecámaras del antiguo criado de Chigi, desde ahora protector de las letras y Mecenas del Renacimiento.
Déspota de la opinión prostituída, escribe en la portada de sus libros. Pedro Aretino, hombre libre por la gracia de Dios. Vil difamador, a sí mismo se aclama azote de los principes. Es caballero de San Pedro y en poco estuvo que no fuera príncipe de la Iglesia. Si no lo fué, obtuvo de ella las más monstruosas apologías. Los predicadores lo ponen por encima de los santos padres, lo equiparan a los mayores discípulos de Cristo, lo llaman columna del templo, lámpara del santuario, hijo de Dios.
Traficando lo mismo con los apetitos más viles que con los sentimientos más bajos, ve a sus plantas a los escritores, a los poetas, a los genios.
El Ticiano lo corteja. Ariosto lo apellida divino.
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