APUNTES 425 el tiempo, ya que con nuestra arrogancia intelectual estimábamos al otro sexo de buenas a primeras como espiritualmente inferior y no estábamos dispuestos a malbaratar nuestras preciosas horas en habladurías chatas. No ha de ser cosa fácil, asimismo, hacer comprender a un joven de hogaño hasta qué grado ig.
norábamos y aun despreciábamos todo deporte. Es verdad que en el siglo pasado la ola deportiva aún no había pasado de Inglaterra a nuestro continente.
No existían todavía estadios donde cien mil personas se arrebatan de entusiasmo frente al espectáculo de un boxeador que lanza su puño, violentamente, contra la mandibula del otro; los diarios aún no destacaban reporteros para que informasen con aliento homérico, llenando columnas enteras, sobre un partido de hockey. Luchas, sociedades deportivas, campeonatos de peso pesado eran, en el concepto de nuestro tiempo, asuntos de suburbio, y los carniceros y ganapanes formaban su verdadero público; a lo sumo el deporte de las carreras, más noble y más aristocrático, atraía al hipódromo unas cuantas veces por año, a la llamada buena sociedad. pero no así a nosotros, que considerábamos toda actividad física como una terminante pérdida de tiempo. los trece años, cuando se inició en mi aquella infección intelectual literaria, dejé de patinar sobre el hielo, empleé el dinero que mis padres me habían concedido para que tomara lecciones de baile, invirtiéndolo en