A puntes las estepas, buscando emociones, desafiando peligros, poniendo a prueba el temple de su corazón y la robustez elástica de sus músculos, y yo me los leo con placer, porque en ellos encuentro entretenimiento sedante en la diaria afanosa lucha de la vida, en vez de ir a procurármelo en el cine de alguno de nuestros teatros, en donde hay perpetua exhibición de crimenes, de cosas de cabaret o de alcoba de impúdicas cortesanas, que va despreocupando nocivamente a la juventud, muy en particular a las niñas, en la edad en que más se plasman en el corazón las tendencias afectivas que serán, antes que las ideas, la orientación en el futuro para decidir de su suerte en el hogar y fuera de él. Leo esos libritos, mi amigo Caldera, como medio de descanso higiénico para mi mentalidad, si es que a mis años me queda alguna todavía. Pero no crea que sólo como de ese ligero manjar. Vea allí enfrente, por ejemplo, esa serie de volúmenes de Anatole France, el insuperable maestro de la ironía, que hace temblar con sus lapidarias sá.
tiras muchas falsedades triunfantes y cuyo cuentecito Crainqueville, es toda una formidable cañoneada contra la justicia artificiosa y míope que en todas partes prevalece; vea después esa otra serie de tomos del malogrado Guy de Maupassant; vea enseguida obras de Laurent, de Taine, de Spencer, de.
Don José, Don José, no defienda con tanto ahinco el amor a esos libritos, que dice Ud. y eso basta, le sirven como modo de apartarse del trajín de la vida, de forjarse ilusiones que pasan por sus ojos como esas flores con alas que se llaman mariposas y le incitan a pensar, como antaño en su mocedad.
Estoy de sobra persuadido. Aparte del placer de verlo, yo venia. Sí, le entiendo, Caldera, a que le diera asunto