116 Þ un tes allí, cerca del lecho, está una persona querida, nos encontramos a solas con nosotros mismos: todo el recogimiento exterior de la noche parece que se concentra entre las cuatro paredes, se produce otra concentración que tiene por núcleo la persona del enfermo. Durante el día hemos seguido con oído agudísimo todos los ruidos de la casa. Si la entrada no está lejos del dormitorio, si percibimos el timbre de la puerta cuando llaman, preguntamos siempre quién es el que entra. si no oímos el timbre de llamada, oímos desde luego, los pasos de las personas que están en las habitaciones próximas. Llevamos de todos modos, pues, la cuenta de los que entran y los que caminan por la casa; nos distrae este recuento de los visitantes; nos hacemos la ilusión, un instante, de que no tenemos dolor; durante el brevísimo momento en que preguntamos quién es el que anda cerca, en la habitación inmediata, no pensamos en el dolor. este segundo nada más que un segundo es una batalla que ganamos a la enfermedad. Desgraciadamente, el dolor está allí; si nosotros lo hemos olvidado durante un segundo, él nos lacera durante horas y horas. Horas y horas interminables, angustiosas; horas y horas en que el tiempo no es como antes, sino más largo, más ancho, más profundo. Quién podrá contar las etapas que ha recorrido ya el pobre enfermo desde que cayó en la cama. De pronto, sentimos un ligero malestar; acaso no será nada; seguimos trabajando; no le damos importancia a esta molestia. Pero el malestar aumenta. nos sentimos desasosegados. En este momento entra en escena un personaje que ya no nos abandonará durante toda nuestra enfermedad. un personaje que constituirá nuestra desesperación y nuestra esperanza; que será a veces la aie