112 p u t es tirla muy vivamente ante todas las naciones representadas en esta noble y hospitalaria ciudad, ha de ser mucho más intensa al comparecer ante vosotros, hermanos de lengua, compañeros de cultura, amigos espirituales de América.
Por primera vez, amigos, compañeros y hermanos de América, los españoles podemos hablaros alta la frente y el corazón rebosante de alegría histórica. Os lo diré con franqueza: muchos millones de españoles, los mejores por ser los que trabajaban y pensaban, los que sufrían de una nacionalidad venida a menos por las torpezas e ineptitudes de un Estado encastillado en una estructura medieval y espiritualmente dormido, con sueño de muerte, a la sombra de las tumbas faraónicas de El Escorial; muchos millones de españoles, digo, al encontrarse con vosotros, amigos hispanoamericanos, sentíamos no haber empezado aún la revolución política y social que vosotros iniciasteis en todo vuestro Continente hispánico hace más de un siglo. Los dominadores de ayer éramos los parientes pobres, los retrasados históricos; España era la última colonia de aquel Estado imperial y despótico que durante tres siglos llevó, sí, los elementos de la civilización occidental a América, incorporados a las leyes de Indias, muchas de ellas admirables aún en el día de hoy, y en el espíritu humanitario, empapado de fraternidad universal, que animaba a hombres insignes como Bartolomé de las Casas y tantos otros; pero leyes y espíritu que los más de los representantes oficiales de la monarquía en América burlaron y escarnecieron constantemente, obligándoos a la postre a romper vuestros lazos políticos con la Metrópoli.
Los españoles genuinamente liberales, los republica