A puntes 95 petrados en el mundo: las matanzas, las guerras, las faltas a la fe jurada, las hogueras, los tormentos; todo se ha justificado por la razón de Estado.
Podrá haber habido reyes buenos y hasta papas tolerantes; pero el Estado es implacable, carece de alma y de sentidos y es sordo al grito de piedad: nada le conmueve.
No vale la pena de haber renunciado a la antigua Providencia que tiene las llaves del infierno y de la gloria, y al evangelio de dulzura y caridad proclamado en la montaña, para adorar al monstruo Estado que chorrea sangre y que es responsable de todas las abominaciones por que ha gemido y gime la humanidad. Os habéis preguntado por qué los cristianos, que fueron una libertad en el circo, llegaron a traducir el precepto amaos los unos a los otros por matanzas, tormentos y suplicios? Pues sabedlo: fue porque quisieron ser el Estado, y en cuanto lo consiguieron, fracasaron, convirtiéndose en un poder dominante por el hierro y por el fuego, en la peor tiranía del mundo.
El progreso no reside en una abstracción; sólo se le encuentra tangible en el individuo: el hombre es la medida de los progresos realizados. El progreso está en el conocimiento de su acción libertada y libre siempre. Todo lo que no sea eso es cambiar de amos, pasar del yugo de la personalidad real al yugo de la impersonalidad de la multitud y de las mayorías: yugo de pontificado, yugo de rey, yugo de mayoría. yugo siempre!
Somos hombres de espíritu latino: la unidad por el dios, por el rey, por el Estado nos obceca; no comprendemos la diversidad en la libertad. En el fondo, la Re