Bourgeoisie

6S LIBERACION LIBERACION 69 Pero entre los que se quedaron, rebelándose una veintena de hombres y mujeres. contra la nueva situación, José Manuel Cifuentes fué el jefe, fué el lider, el sostenedor de una causa justa. La Punteña había huido buscando el bullicio de las ciudades, y José Manuel se incorporó a La Punta buscando el silencio de la soledad! Había ganado su prestigio y su sustento sirviendo de maestro a los moradores, y por su acuciosidad se ganó el aprecio de todos ellos, lo que le hizo llevadera la vida. porque conocia la razón de la vida material de estos hombres; y porque estaba seguro de que no podrían vivir sin tierras, José Manuel se alzó con la veintena de hombres y de mujeres contra el terrateniente. un día, cuando el ogro apoyado en la ley de la sociedad burguesa y respaldado por las autoridades, instrumento de los explotadores, se dispuso a presentarse en La Punta acompañado de una aguardentosa comitiva para lanzar y despojar a los rebeldes, José Manuel se terció al hombro la vieja escopeta de cacería para esperar en el borde del mar a los usurpadores.
la hizo sirena en las formas de su cuerpo y le dió nácar puro y brillante para sus dientes. Su sonrisa era el juego de la brisa acariciante que golpea las sienes de los marinos en las horas de viaje.
De repente, cuando mejor lo escuchaba, el relator se interrumpió.
Tengo que decirle. exclamó ya que ha tenido la paciencia de escucharme, que no puedo ocultar que mi tono se está haciendo triste. Pero es que. Pero qué, le respondi paciencia? No amigo, es interés lo que su relato me ha despertado. Por lo demás soy incapaz de burlarme de su tristeza.
El hombre se me quedó mirando, Permaneció indeciso. Entonces le ofrecí el vaso rebosante de guarapo fresco y delicioso. Saboreándolo aún, tuvo un desvio lejano en la mirada, como aquel que penetra en las oscuridades recónditas del recuerdo. Yo la conocí en un baile. continuó diciendo. Un baile en una noche iluminada de luna como sólo creo que se puedan contemplar en La Punta. La invité a bailar y al sentir su fragancia cerca de mi cuerpo me quedé prendido en la esperanza de sus ojos que reflejaban el mar. Como la fiesta era de gran vuelo y de puntos muy distantes se había congregado gente, deseosa de diversión, el pueblo estaba abarrotado como sólo una vez al año se registra acto semejante: en el día de la Virgen del Carmen, la Patrona de los puntenos. Animado por el bullicio me atrevi a preguntarle. Es Ud. de Panamá, señorita. Yo? No. Soy de La Punta. soy punteña respondió orgullosa, dulcificando las palabras con su sonrisa de nácar. Ud. si debe ser de allá. no es cierto. Cierto, señorita. Pero no creia que Ud. fuera de aquí. Doy, sin embargo, gracias al destino de haberla conocido. Me tiene a sus órdenes, José Manuel Cifuentes, para servirla. Gracias respondió Estoy complacida de conocerle. También para servirle, Adelaida Vázquez.
La turbación se enseñoreó de sus ojos bellisimos, y sobre el color canela suave de sus mejillas pasó como una ráfaga de rubor. Con más dominio del momento, como un murmullo, susurré a su oído. Es Ud. bella hasta decir no más. Quién la quisiera como la quiero, sobre todas las cosas!
El conocimiento nos llevó hasta el idilio, dulce y acariciador en medio de todo lo que nos rodeaba. como torbellino huracanado la pasión nos dominó prolongándose por mucho tiemp, ante la sorpresa y la admiración de vecinos y forasteros del lugar. Así se pasaron cuatro meses. Yo era una mariposa ilusionada que buscaba el fuego. En la ruta de mis viajes, de mis peregrinaciones, por donde quiera que éstas fueran, La Punteña se debia interponer en mi camino. Era la llama viva, atrayente y fascinadora que me mantenía magnetizado, Hasta que un dia La Punteña me quemó las alas. Las alas de la ilusión, las alas que me habían elevado sobre todo lo que fuera terrenal. El golpe. la realidad de mi caida fué tan brusco que al borde estuve del suicidio.
Se sabia la hora exacta en que iba a llegar esta expedición punitiva porque a lo lejos, como un pañuelo, se divisaba la bandera nacional izada sobre el mástil de la lancha del Resguardo que se acercaba. Los que esperaban trémulos y en silencio daban la impresión de unos náufragos esperando a sus salvadores.
Ancló por fin la embarcación. Sobre una panga, un hombre gordo y rechoncho acompañado de dos señores que traían unos papeles y de dos agentes de policia desembarcó para llegar a tierra.
No le fué posible pisarla. Cuando lo intentó, una detonación rápida le cortó los pasos mientras, lleno de sangre, se doblegaba en el fondo de la panga. Instantáneamente dos disparos sucesivos volvieron a romper la armónica sonoridad de las olas y esta vez, José Manuel, con la escopeta todavía humeante, agonizaba con rudos estertores en medio de la arena límpida y brillosa.
Rápidamente, espectadores y actores fueron instalados en la lancha que al levar anclas partió a toda máquina con dirección a Panamá, de regreso. Pero todo fué inútil. Bajo la sombra del odio, ante las miradas atónitas de explotadores y, explotados, el revolucionario y el terrateniente murieron sacudidos por el vaivén de la balandra sobre las olas.
En los periódicos de la localidad me enteré de ese episodio trágico en que culminó la vida de José Manuel Cifuentes. aunque el entierro del terrateniente por la enormidad de coronas y de misas que se prodigaron en su honor fué una protesta de la burguesía, organismos políticos de tendencias revolucionarias y sindicatos y gremios de obreros intervinieron a favor de los arrestados, realizando además un homenaje al rebelde.
Asisti a ese desfile adornado de banderas enlutadas. Después de los discursos me quedé solo ante la tumba del que una vez me hiciera su confidente. Algo se me hacía imborrable, cuando, silenciosamente, una mujer enlutada se acercó a la fosa y colocó sobre ella una hermosasima corona. Al mirar la tarjeta, vi que decía: Al correr de algunos años La Punta se fué despoblando. Hombres y mujeres emigraron, convertidos en judíos errantes que no podían vivir sobre el suelo en que nacieron, sobre aquel bello pedazo de tierra que otrora fuera venero de riqueza, de alegrias, de amores y de felicidad. Un ogro se apoderó de ese paraíso perdido. un terrateniente ansioso de reservar para si los arenales infinitos que tienen fama de ser los más puros y refinados de la América Central. Queria venderlos como oro. Hasta muy pronto, José Manuel. Adelaida La contemplé, llorosa y compungida, retirarse como habia venido. No me fué dificil reconocerla. Aquello que se me hacía imborrable lo tenía presente: jera La Punteña. Panamá, noviembre de 1935.
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