M. N. Roy, “Un visitante misterioso”, Memoirs, Delhi, Ajanta, 1984 (orig. 1964), cap. 24.
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pero no podía zafarme; la invitación era para el día siguiente. Acudí a la hora señalada y fui recibido en la puerta por la encantadora (a mí me parecía más bien insípida) Magdalena, que se había envuelto torpemente en unas vestiduras muy sueltas que presumiblemente intentaban parecerse a un sari. Andaba descalza y se había pintado los pies de rojo, y llevaba una guirnalda de flores blancas en la cabeza.
Todo se veía muy dramático. El cuarto estaba lleno de espeso humo de incienso, por entre el cual se veían borrosas imágenes de dioses y santos y profetas que colgaban de las paredes. El anfitrión me condujo hacia una que parecía ser el retrato de un indio, un rostro hermoso con rasgos marcados y cabello negro más bien largo, sobre el fondo de un círculo amarillo que imaginé que sería el halo. Respetuosamente de pie frente al retrato, mi anfitrión me preguntó si yo había tenido alguna vez la buena suerte de conocer al señor Krishnamurti.
¿Quién era ese señor? Mi sincera pregunta dejó atónito al dueño de la casa, y Magdalena estuvo a punto de desmayarse. Compadecido de mi pecaminosa ignorancia, mi anfitrión me informó que, según la autoridad de las Grandes Almas residentes en el Tibet, la Sra. Beasant había elegido a un brillante muchacho de Madrás como sucesor y lo había enviado a estudiar a Oxford.
Bueno, eso ya era más de lo que yo esperaba, y todavía no había signos de té. La piadosa pareja estaba visiblemente decepcionada. Estoy seguro de que sospechaban que yo era un impostor sin relación alguna con la India. No oculté mi impaciencia y solicité permiso para retirarme. Oh no, debía tomar algo. Magdalena presentó unos vasos de limonada aguada. ¿No me importaba beber algo tan saludable?
Ellos no bebían té: era un estimulante, perjudicial para la compostura espiritual. El acompañamiento consistió en un sándwich de lechuga por cabeza. No era bueno comer