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ADELANTE San José, 29 de Abril de 1953 San José. Pekin (UN VIAJE LA FRIMAVERA DE LOS PUEBLOS)
Por ADOLFO HERRERA GARCIA ESCENAS DE SUIZA res saliendo del baño.
Salimos al fin para Checoeslovaquia. Cuando arrancó el avión de la Swissair hacia la primavera de los pueblo, llevábamos entre los recuerdos de Suiza, el de aquella camarera, renquita, pequeña, humilde se llamaba Mariaque nos limpiaba el cuarto y que nos quiso mucho cuando supo que éramos delegados a una conferencia de paz.
DE UNA SONRISA OTRA SONRISA Berna, asiento del gobierno federal, es tranquila. Zurich es más movida, más comercial, más alegre. Está llena de restaurantes donde se come bien, con menús en los cua.
les la papa es imprescindible, y cuyos precios están en un marco en la puerta, para saber lo que se puede pedir y cuánto costará. Nosotros comíamos en diferentes partes: unas veces en el hotel Trumpy: otras, en el restaurant de la estación; otras, nos íbamos a buscar uno pequeñito, modesto, en una casa antigua, de la Edad Media, por las callecitas oscuras del otro lado del río, en el Zurich viejo. era en esos cafetines donde comíamos mejor. Una vez almorzamos en un balcón extendido en lo alto del Zurichberg, donde se domina toda la ciudad. Era un domingo, y abajo apare.
cían los campanarios cantando con sus carrillones las doce del día, en el tremolar de sus bronces agitados en el aire transparente de la tarde, sobre los techos, sobre los árboles, sobre el lago que se blanqueaba de velas en el asueto. Yo trataba de cerrar los ojos porque unas campanas entre aquel trepidar de bronces, sonaban como las de La Soledad. Otro domingo fuimos a una pista de hielo, a ver patinar al compás de valses vieneses, que lanzaba, entre los copos de nieve, un magna voz disereto. Tres adolescentes, abrazadas, vestidas de verde y blanco, con falda corta de balletistas, gráciles como Dianas quinceañeras, nos enseñaron el entanto casto de la nieve. Una tarde alquilamos un bote de pedales, y sobre el lago, inexpertos, emocionados, atrope.
llamos a las demás lanchas chocamos con otras y, desor ganizados, en medio de una juerga general, las parejas de novios, las familias de paseo, los matrimonios serios, que no se explicaban quiénes eran aquellos hombres de bigole que, rojos de la pena, no atinaban a salir de los atascade.
ros que ellos mismos creaban, En el zoológico, ya casi con nostalgia, nos detuvimos media hora admirar una serpiente. Es que la serpiente aquella a la que nadie sino nosotros hacía caso, era una culebra lora de Costa Rica.
En el Museo de Pinturas permanecimos varias horas, admirando, sobre todo, las salas dedicadas a los impresionistas franceses, donde Matisse y Renoir impregnan todo de su neblinosa belleza; seguimos sin entender la de Picasso; y en la de van Gogh nos conmovimos con sus amarillos de soles sobre praderas de sueño y con aquellas caras de muchachos desarrapados en las que se ve toda la tristeza del mundo.
En el tonhalle por el lago, una noche oímos, por seis francos, en excelentes lunetas, a Sanz, Frescobaldi, Bach, Albéniz, Cassado, Tansman y Sor en la guitarra que toca.
ban los dedos largos de don Andrés Segovia. pasamos muchas mañanas comiendo chocolates, por los bordes de su lago. que es la belleza de la ciudad des: aguado por el río Liminat, que atraviesa a Zurich, hasta juntarse con el Sihl, el otro rio trepidante de palomas. Estos rios, en cuyas orillas se fundaron las grandes ciudades europeas, le dan frescura y limpieza, como si fueran muje.
Todavía llevamos el recuerdo de la sonrisa humilde de María, la muchacha de Zurich, cuando bajamos del avión.
Estamos en Praga. Estamos en la primera tierra socialista que piso con las suelas de mis zapatos aún sucias del polvo de Sabanilla de Montes de Oca. allí, en el aeropuerto, una muchacha de cachucha, pelo de bronce, ojos azules, nos recibe con una sonrisa, parecida a la de Maria, pero más franca, más alegre, toda llena de gracia. Hemos atravesado la cortina de hierro. sin sentirlo, de una sonrisa a otra son risa.
Entramos al salón del aeropuerto. En una pared, dos retratos monumentales: uno es de Clement Gottwald; el otro es de José Stalin. mí me parece mentira, que el retrato de José Stalin esté así, inmenso, risueño, en colores, en un lugar público, a la vista de la policía. No se acostumbra uno a la libertad! Emocionado, pienso con rapidez, casi con lágrimas en los ojos, en viejitas de Costa Rica, que tienen ese mismo retrato, en tamaño chiquito, escondido debajo de la cama. Pienso rápidamente, allí, atolondrado, ante aquel retrato imponente que preside la llegada de los viajeros la primavera de los pueblos, en los obreros de mi Patria que en las noches negras de las persecuciones del 48, veían cómo las patas de los libertadores pisoteaban ese retrato en sus tugurios del barrio Keith, La Pitahaya, La Constructora, La Soledad. Pienso, ya casi con un nudo en la garganta, ante aquel José Stalin monumental, en todos los retratos de Stalin escondidos en ranchos, donde se llora y se espera mucho de Turrialba, de Limón, de Quepos, de Puerto Cortés, de Tibás, de Heredia, de Alajuela. ahora aquí está, saludándonos a todos desde la pared, con sus bigotes de abuelo inteligente, su noble perfil lleno de dignidad, su firmeza en la mirada, clara y ancha, como este nuevo mundo que él le está formando a los hombres.
Eduardo me empuja. No puedo quedarme ahí parado, a campesinado, sino que debo ir al salón de espera lleno en las paredes de consignas vitales: Estamos mejorando todos los ramos de la producción. Estamos elevando el standard de vida del pueblo. Queremos comerciar con todo el mun.
do. consignas eseritas en todos los idiomas de la tierra.
Vuelvo a leer español, por vez primera desde que estoy en Europa, en el aeropuerto de Praga.
Tenemos que esperar un poco mientras llega un carro por nosotros enviado por el comité de la paz checo. Eduardo se pasea por el salón y respira fuerte. Le sonríe a la mu.
chacha, les sonríe a los aduaneros, les sonríe a los policias. Pasa a la Pág. 7)
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