ADELANTE San José, 28 de Marzo de 1953 San José. Pekin (UN VIAJE LA PRIMAVERA DE LOS PUEBLOS)
Por ADOLFO HERRERA GARCIA AMSTERDAM. El universitario sentado en la lancha frente a nosotros, llama a Amsterdam la Venecia del Norte. En realidad, bebe su vida en las aguas de los canales; por ellos se traslada a Bélgica, a Alemania, a Francia, a Suiza. Uno la comunica con el canal del Norte y el Singelgracht la circunda. Cuánto dice que mide ese canal. le pregunto, por preguntarle algo, para demostrarle que estamos interesadísimos con sus explicaciones. Diez kilómetros. Carambas!
Eduardo se aburre de aquellos informes ciceronescos y eruditos, y me obliga a bajar de la lancha. Ya solos, sin aquel guía, atravesamos a pie un ancho puente, sobre ur canal verdadero mercado a aquella hora mañanera a cuyas orillas están atracadas las lanchas. genuinas ventas ambulantes de hortalizas y flores y encontramos, más allá, la calle Heerengracht, en cuyos edificios altos, cerra.
dos, se hacen las transacciones bursátiles y comerciales de Holanda, con productos coloniales.
En general, los edificios, para el recién llegado a Amsterdam, tienen obsesionante uniformidad gótica. Esta calle se parece a la otra. aquella a ésta. todas a las de allá.
Bu perfil gótico nos está diciendo que una vez hubo esplendor allí pero que ya pasó y ahora está enturbiado por la pátina del tiempo, como las viejas torres del Museo. Parece que le dijera a uno. Esto está así hace cuatrocientos años!
Pero Amsterdam seamos justos es muy limpia y su gente gentil y cortés. Se solicita una dirección, y el hombre o la mujer se detienen, explican, se devuelven hasta la es.
quina para indicar desde allí dónde es y todavía se quedan parados a ver si uno va bien.
Entre las mujeres hay tipos lindísimos de muñecas rubias. Pero la holandesa corriente no me acaba de gustar.
La encuentro muy muñecona, y me da la impresión de una de esas sopas blancas, lechosas, muy suculentas a la vista que sin embargo resultan, al probarlas, sin sal.
Vamos al museo. Se paga una moneda al entrar, y se va desfilando por los salones, bajo las miradas discretas y paternales de los guardas bigotudos.
Rembrandt está en toda su gloria, reflejada en esos caballerosos holandeses de pipa y gorguera; en sus viejas holandesas, hilando en la rueca, a la luz de un rayo de sol que entra por el vitral de atrás. Hay una virgen de Murillo, un ángel del Tintoreto, un Van Dyck, varios Goyas, que dan por muy barata la moneda de la entrada.
Eduardo y yo, legos en la materia, nos impresionamos, sin embargo, ante aquellos trabajos de arte, más vivos que la vida que hay en la calle Heerengracht, y en silencio vamos desfilando por los salones, admirándolos.
Hay un saloncito dedicado exclusivamente a un cuadro monumental de Rembrandt que cuelga en una de sus paredes, cubriéndola toda. Es la tela aquella que representa un grupo de caballeros, tocados con sombreros valones, fumando en sus pipas de espuma de mar, bebiendo cerveza en grandes bocks de porcelana de Sevres, alrededor de una gran mesa que sirve una mujer campechana, empujándolos con su sonrisa a beber más. por la puerta del fondo, va a entrar una muchacha con un pavo asado sobre un azafate verdeante de lechugas.
Sillones situados a estratégicas distancias invitan a que se le admire tranquila, silenciosa, religiosamente, por horas y horas. En uno de los sillones, una muchacha trabaja, copiando una cara del cuadro, de rasgos geniales que fuma y sonrie. En otro, un hombre está ensimismado, esperando que aquellas figuras comiencen a hablar. El silencio es maravilloso en esta salita discreta, inteligentemente, suavemente iluminada. Eduardo y yo nos detenemos ahí y nos unimos al silencio de la estancia.
De súbito dimos un frenético, un escandaloso subir de escalones que asusta a la pintora, que hace saltar al hombre meditabundo, que nos alarma a todos. de pronto, por la puerta, tumultuosamente, gritando, empujándose, coceando en tropel, entra una banda de turistas norteamericanos, sudorosos, apresurados con la Kodak colgando al hombro y las faldas afuera, a las órdenes del cicerone. que parece un coronel al frente de sus reclutas. Se detienen ante el fantástico cuadro, se agrupan alrededor del guía, hacen silencio por un segundo para oír toda la explicación que necesitan. Se las da su cicerone quien, para ponderar el arte, comprendiendo sus mentalidades, les grita solamente que aquel cuadro. no, ese no, el otro. vale cincuenta mil dólares. La banda abre los ojos, mira el cuadro, y sale corriendo detrás del guía, que atraviesa el Museo todo, gritando cantidades en dólares. Todavía, al rato, desde aquí, se oyen los ecos de su voz enronquecida, por los salones en silencio, vociferándole a aquella turba. Diez mil dólares! Diez y siete mil! Cuarenta mil! Setecientos veinte!
Los holandeses, los guardias, la pintora, el señor que medita, sonrien junto con nosotros, oyendo allá a lo lejos, en la última sala, los ecos de las cifras. la salida adquirimos reproducciones en tamaños, de tarjeta postal de los cuadros que más nos gustaron: Rembrandt, Van Dyck, Goya, El Greco, Murillo. por la tarde, que ya moria en suavidades otoñales, fuimos a ver sobre una calle, a Rembrandt, en bronce, coino un homenaje que le rendíamos al pueblo holandés.
Cuando entrábamos al hotel, un telefonazo de la KLM nos dice que mañana saldremos para Suiza. Continuará)
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