ADELANTE San José, de Marzo de 1953 SAN JOSE. PEKIN (UN VIAJE LA PRIMAVERA DE LOS PUEBLOS)
Por ADOLFO HERRERA GARCIA AMORES: El aeropuerto de Montreal está repleto esta madrugada de gente que espera aviones para emprender sus viajes. Empleados de aduana y de empresas de aviación, todavía adormilados, moviéndose de aquí para allá, con papeles en las manos, nos muestran los primeros gruesos abrigos de los climas del Norte. Comenzamos a mirar medio escamados nues.
tras gabardinas tropicales, de las que poco antes estamos muy orgullosos.
Dos monjas de Sión, sentadas en una banca baja, con los anteojos en la punta de la nariz, ven por encima de ellos a los que vamos entrando. Hacia el centro, hay una venta de café servido por muchachas muy lindas, uniformadas de blanco. Otelo me invita a tomar una taza. Le echan crema, lo sirven en una orcita de porcelana fina, lo ponen sobre el mostrador con una gran sonrisa! y nos sabe a diablos! protesto en voz baja. Pero Oteteo, servil con el Cana.
dá, servil con las empleadas, me contradice. No es del todo malo.
Aquello me da la oportunidad para proclamar muy alto, patrióticamente, que soy costarricense y que como tal, en materia de café no admito discusiones. Noto que cobro de pronto importancia sobre aquel mostrador y prosigo hablando con Otelo, pero en voz fuerte para que los demás me oigan. Yo tomo café de Sabanilla, de 250 metros de altura, ni uno más ni uno menos, y sé de estas cosas. Este café es una mezela de tipos duros y de cáscaras de mani! añado al final, apartando la taza, que sin embargo, dejó vacía. Para cafecito bueno, el de Costa Rica. él, patriótico también, insiste. Si, para café. Pero para mujeres, las francesas.
En ese momento, otro cubano de bigote, que vino desde la Habana dormido durante todo el vuelo, se acerca y se.
wala a las muchachas uniformadas: Pues no creas, chico. Esas no están tan mal.
Con su airoso des plante de mocetón formido, alegre, lle.
no de vida y además cubano, a los pocos minutos está en charla con una de ellas, a la que tutea ya, a la que hace reír ya, a la que palmotea ya, en un plan grande que pone a Otelo, haciéndole honor a su nombre, muy celoso y de pésimo genio. mi me caen muy mal los cubanos!
Compro ahí mismo una tarjeta postal para mandar a Costa Rica. Pero resulta que las estampillas las vende una má.
quina automática. No es para mi grave problema saber que si echo una moneda, que si acciono esa palanca, sale el sello postal. Pero el problema es saber de qué precio lo requie.
ro. ahí estoy, parado ante la maquinita, con la tarjeta en una mano y unas monedas en la otra, pidiéndole con los ojos a alguien que venga a solucionar el caso. Viene hacia mi un hombre alto, muy apurado, de pipa, envuelto en una nube de tabaco Ron Maple. Podría el caballero indicarme de cuánto es la estampilla que necesito para que en mi ca.
sa, en Sabanilla de Montes de Oca, San José, Costa Rica, mérica Central, lean lo más pronto posible esta tarjeta? Se lo pido en inglés. El hombre me vuelve a ver cuando termi.
nó, y con una mirada de desprecio a mi ignorancia, sin decir palabra se va echando humo como una locomotora. Digo algo terrible, en buen español, entre dientes, bajito.
La escena la ha observado desde un asiento otro hom.
bre de pelo negro, que toma la tarjeta de mi mano, mira la dirección, examina las monedas que tengo en la otra, coge una, la echa en la máquina, jala la palanca, recoge la estampilla, la pega a la tarjeta, y me indica que lo siga. En el bu.
zón, cerca de ahí, que nadie que no esté en el secreto puede descubrir porque está escondido detrás de una puerta, hay una guía de portes postales. Aquel hombre sonriente, confirma el valor de la estampilla, diciendo Costaguica. Costaguica y finalmente, mi tarjeta va al fondo del buzón.
Yo le doy las gracias. El, entonces, me aclara un detalle que ya estaba yo sospechando: el hombre de la pipa, que ni siquiera me habló, echándome humo en la cara, es un nor.
teamericano de Nueva York. se puede saber de dónde es usted. Francés. Francés del Canadá.
Saluda con el sombrero en la mano y lentamente vase a sentar de nuevo a la banca. Nada le ha costado ayudarme; sin embargo, su acción va a dar gran alegría a una familia, alla en un pueblito de Costa Rica.
Otelo, refugiado en una esquina, con ojos de rencor sigue observando al cubano, que ya tiene en torno suyo a tres empleadas y oyéndole en inglés una larguísima crónica de base ball. adornada de piropos, sonrisas y palmadas de mano, entre el humo de un gran puro, mientras su compatriota, el pintorcito del arte por el arte, tiembla en aquella mañana de Montreal, enfriada ya por el Otoño.
En las oficinas de la del propio aeropuerto. observamos a los pasajeros que atravesarán el atlántico rumbo a Europa. Acaban de llegar en varios carros de la ciu.
dad.
Llama la atención una china alta, ojos negros, vestida con mucho lujo, tocada con un sombrerito minúsculo, terciado hacia la sien, un vuelo fino sobre la cara y una complicada sombrilla de puño largo que yo llamo de estilo Fifi. en la mano enguantada. Habla un inglés perfecto, lánguidamente, dando órdenes aperezada, con displicencia Debe tener veinte años y es toda ella una rara flor de ele.
gancia, producida en el invernadero de una gran tienda de modas de la quinta avenida. Huele a Chanel NO fragancia que esparce a su alrededor, con discresión, y que Otelo, eguido el cuello, cerrados los ojos, husmea detrás de ella, como un perro.
Llevándole la balijita rosada, sosteniéndole el abrigo de pieles, cuidando que siempre haya un asiento a su lado, obediente a todo lo que van diciendo aquellos labios con cansancio y languidez, hay un hombre: es un muchacho ves.
tido de gris, corbata roja, áurea cabellera con reflejos roji.
zos, que se le viene a cada momento a la frente en mechones (Pasa a la Pág. 6)
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