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San José, de Febrero de 1953 San José. Pekin LA SALIDA: Con unos dólares en la bolsa. producto de un préstamo el vestido de viaje de un primo y la valija de mi cuñada, me presenté antes de las ocho de la mañana en el aeropuerto.
Cuando el altoparlante anunció que subieran a bordo los pasajeros de la KLM que iban rumbo a Curazao. comenzaron los abrazos. Margarita, pálida, nerviosa, lloró un poquito, y las chiquitas, viéndome con los ojitos muy abiertos, no sabían si llorar también o comerse las uñas. Pasamos hacia la pista entre una apretada fila de abrazos de los parientes y amigos.
Subimos la escalerilla, entramos al avión, nos sentamos y se cierra la puerta. Nos amarraron la faja a la cintura, nos dan un chicle y oímos roncando los motores.
Cuando el avión despegó, por la ventana de vidrios empañados, vimos por último, allá en la terraza, una bandada de manos agitándose en el celeste de la mañana.
las faldas afuera. Iban para Curazao, donde deben tener abierta tienda de sedas.
Han subido también en Panamá cuatro sacerdotes dominicos españoles que van para Barranquilla. Se les ve la cara azulada por efectos de la barba fuerte y rebelde recién afeitada. Uno de ellos, chato, robusto, tiene ojos brillantes de pasión y de orgullo. Después de haber entrado muy severos, sombríos casi, luego de acomodarse, al rato se oyen sus risas de los cuentos que uno de ellos narra en voz baja con temor de ser oído por los demás pasajeros. El alto chupado, amarillo fuma Lucky en boquilla de marfil, lee en ratos La Estrella de Panamá sin ningún interés, y despide de sí la fragancia de la lavanda de Yardley.
EN PANAMA: Desde el aire, la única observación que uro puede hacer de Panamá es que carece de campos cultivados. Se ven las grandes extensiones de selvas, de ma.
torrales, de páramos secos, sin que se quiebre esa desolación abandonada por la caricia de un cuadro de cultivos. El imperialismo, asentado ahí más que en otras partes de América, ha deformado su economía natural. las 12. 20 estamos bajando en Tocumen, bajo un sol que brilla en todo lo alto. El calor es puntarenense. El edificio del Aeropuerto, alargado, angosto, con una venta de souvenirs y de perfumes finos que se compran sin pagar impuestos; con oficinas de las compañías de aviación llenas de rótulos; con juegos de confortables y de cañas, tiene en las paredes propaganda en colores de todas las juntas de turismo del mundo entero. La de Costa Rica, ahí en seguida, en Panamá. de donde viene tanto turismo no tiene ni un pequeño afiche.
En cambio, el avión ha traído una carga maravillosa de flores costarricenses, que luego, con mucho cuidado, son subidas a una camioneta para perderse, nostálgicas, en el calor de Panamá, por las calles de la ciudad.
Otra carga ha traído el avión: una muchacha, muy pin.
tada, blusita de nylon, que se queda aqui. La espera un viejo, sudoroso, mal encarado, que habla en inglés con los empleados de la aduana. La monta al cabo en un carro y se van juntos. Es una compatriota arrojada de Costa Rica a los lupanares de Panamá. Antes de irse, antes de perderse en aquel país extraño, donde la babearán hombres de todo el mundo, se queda viéndonos fijamente, con ternura. Es lo último que por muchos años verá de su patria. Cuando se nos llama por el altoparlante a ocupar asiento otra vez en el avión, la ciudad se ha tragado a la muchacha y a las flores de Costa Rica.
Almorzamos, sobre la bandeja que enganchan en nuestro asiento, carne, zanahorias, arbejas, vino y un helado. Para hacer la digestión, me asomo en la modorra del medio día a la ventanilla. Vamos sobre una playa, en la que se ve la hilera zigzagueante de la espuma de las olas en perpetua agonía. Parece que vamos dando una vuelta por mal tiempo, porque de pronto descubro más allá achocolatado, pachorrudo en su anchura, el río Magdalena, huyendo hacia el mar.
En sus riberas se ven ranchitos de paja al resplandor de un sol vigoroso, que más adelante hará cabrillear los te.
chos de Barranquillla, frente a la inmensidad plácida del mar.
El avión se detuvo en Barranquilla quince minutos. Nosotros dos nos bajamos. En cambio, descendieron otra vez, recobrada su dignidad eclesiástica, los cuatro blancos dominicos españoles.
Mientras abastecen de gasolina el avión, yeo en la orilia de la pista, metidos en una zanja, chapaleando barro, bajo el sol, a unos peones que reparan el campo. arriba, en el edificio, el rótulo ovalado, grande, en colores, insultante, de Esso. llameando en el aire.
La nave se elevó al fin, y enfilo, por entre los algodo.
dones blancos de las nubes, en la claridad esplendorosa del Trópico, hacia Curazao. veces es posible ver, por un hueco súbito de las masas de cerros, un cuadrado azul allá abajo: es el mar brillando al sol de la tarde.
Por estar viendo a los peones de Barranquilla, no me fijé en el momento que entró al avión un hombrecito ya viejón, delgado, muy nervioso, con una barba de cuatro días. Viene sin balijas y abre mucho los ojos. Parece que hasta la escala del aeroplano, en Barranquilla, vinieron a despedirlo dos policías acholados. Resulta ser un expatriado del gobierno de Colombia que sale a la fuerza para Curazao. Cuando intimamos, el hombrecito, todavía asustado de los días en que lo capturaron, en que lo interroga.
ron, en que lo mandaron a Barranquilla para coger el avión, apenas habla. Pero nuestra simpatía, al cabo, lo envalentona. Es profesor de segunda enseñanza en un colegio particular y uno de esos liberales románticos del siglo XIX. come curas. líricos en su amor a la democracia, a la Revolución Francesa y a Simón Bolívar. Sin embargo, allí va, camino del destierro, con una piyama en la mano por todo equipaje.
Nos cae bien. Lo vemos con simpatía. Le damos cigaPasa a la pág. LOS PADRES EL EMIGRADO: Ahora estamos volando para Barranquilla. Hay pasajeros nuevos. Entre ellos, la abuela, la hija, el yerno y los nietos de una familia hindú. Comerciantes con sólo verlos. La hija entrecierra los ojos negros y lánguidos. La abuela viste a la usanza nativa y lleva en la aleta de la nariz un rubí incrustado en la carne, que refulge mucho cada vez que ella se mueve. Los demás visten a la moderna e incluso uno de los nietos lleva Este documento es propiedad de la Biblioteca Nacional Miguel Obregón Lizano del Sistema Nacional de Bibliotecas del Ministerio de Cultura y Juventud, Costa Rica.