José Carlos Mariátegui

Amauta 69 sumidos, de burguesistas que no han édificado ni sustentado un burgo de estilo generoso, o de capitalistas que se quedan en nuestros pobres, en nuestros inofensivos gamonales. esta sería aquella parte máscula de la acción de Mariátegui, si no fuera la del intelectual especificamente limeño que sabe superarse en beneficio de la nacionalidad, socava, con piqueta bravía, el colonialismo de la Capital, acusándolo gravemente, mientras insinúa el destino del Kosko de ser en un nuevo período de nuestra historia la capital de un Perú orgánico. El, con algunos intelectuales costeños sostiene que el Perú no es el Perú de ese estrecho balcón de la Costa, donde se adunó la población criola o antindígena, sino el Ande, mitológico y cruzado de caminos, donde son posibles, con expresión nacional, la multitud y la tragedia, de suerte que nuestros problemas resultan siempre como sintomatología problemas del Ande, porque el Ande es lo sustantivo del Perú, lo básico.
He aquí como aparece ahora solemne y llena de austeridad la actitud die este hombre veraz y consecuente hasta el sacrificio. cómo en su obra y en la de algunos compañeros de su generación, insurge una Lima que está lejos de importar limeñismo a outrance, porque es, casualmente, rebelión de la conciencia del país contra la perennidad de lo que Alberto Sánchez llama el perricholismo. De esta manera hubo una conmovedora belleza proletaria en la multitud de obreros sindicalizados que llevó su ataud en hombros a través de las calles de la virreynal ciudad, donde, hace apenas más de un siglo, un ajetreo de calesas era síntoma de que una nueva desverguenza se había perpetrado contra el honor de doncellas de valimiento o de damas con más sevicia para el negro y el indio que recato en el amor de ellos. Pero, con fatalismo indígena, no extraño a una interpretación materialista del fatum, debemos creer en la utilidad de esta muerte, porque es destino del hombre que vivió para la angustia paridora y creadora de la justicia popular, sufrir en la pobreza de morir por ella para renacer en sus contemporáneos en la forma de una fogarada de esperanza.
La vida tiene instinto de flechal decía José Carlos.
Estaba en lo justo. Un hombre flecha ha sido este hombre de amanecer. Las palabras en sus gruas tuvieron el valor de los hechos que no pudo realizar, y adquieren, por ello, la gracia pascual y germinativa de un coito; porque, inmóvil, se multiplicó; inválido, superó al deportista innocuo; canijo, era de una belleza de triunfador, y hasta su propia carreta de mutilado se impregnaba de una filosofía de acción.
Cuando le arrastraban por las calles de Lima, me refería Malanca, su presencia prestaba iluso fervor dinámico a las multitudes que veían en él al héroe y al sacerdote. Tenía una gar a presta a la acometida honda, definitoria, que morosamente gustaba de aguzar en el mollejón de Sorel, contra el prurito de los militantes que suponen el triunfo de la revolución como un problema ortopédico. Hay que tener la honradez radical de reconocer que en el cuerpo misérrimo de José Carlos se cobijó la más generosa capacidad indoamericana para el preludio beethoveniano y la esperanza popular. Importa decir que en su valentía y en su amargura ha nacido una nueva conciencia para el Perúl¡No exede, por tanto, afirmar, que sobre el sepulcro del compañero no cae el silencio de la muerte, sino florece el Porvenir!