Amauta 79 DII declaración de la guerra de 1914 fué la prueba más grave para el socialismo europeo, y de esa prueba salió vena cido. Todos marcharon a las filas y sancionaron con el silencio la decisión de sus respectivos gobiernos. Sólo quedaron en pie, en medio de la huída general, algunas pocas grandes figuras que más tarde o más temprano habían de pagar caros su valor y su consecuencia. En Francia, Jaurés, dejando desde el principio la mancha roja de su sangre como una protesta y como un símbolo. En Alemania, Rosa Luxemburgo y el diputado Carlos Liebknecht.
El de agosto el partido socialista realizó en Berlín una sesión para determinar la actitud del grupo parlamentario en la votación de los créditos de guerra. el espectáculo fué inaudito. Liebknecht y otros trece eran desde luego contrarios; noventa y seis eran favorables. entonces se habló de disciplina, de sometimiento a la mayoría, de la necesidad de una acción conjunta, sin duda para abandonar mejor al proletariado. Liebknecht creyó acaso que aquello no era más que un paso diplomático, para que el socialismo se levantara luego más fuerte e impidiera en todos los países la marcha de las tropas.
Lo cierto es que violentándose, con repugnancia, contra sus más íntimas convicciones, votó los créditos.
Pero Rosa Luxemburgo no se sentaba en ningún Parlamento. Rosa Luxemburgo era libre.
Al comenzar la movilización, estaba en cama, enferma, gravemente, del corazón, su vieja dolencia. Nada pudo detenerla. Se levantó, arriesgando la vida como siempre, corrió a los centros socialistas, habló, acusó, hizo lo indecible por evitar la media vuelta que ya se había resuelto. Todo inútil. La prensa socialista rechazó sistemáticamente todos sus artículos; estaba sola y entonces decidió proceder sola. Aquella mujer se multiplicó para trabajar de la manera más extraordinaria. Su voz resonaba clamando contra la guerra, a deapecho de la conjuración del silencio, y el Gobierno Imperial decidió hacer callar aquella voz. Una antigua sentencia del Tribunal de Francfort, que por un decreto de amnistía había caducado legalmente ya, sirvió de pretexto para sepultarla en la cárcel de Barnimstrasse. Era necesario purgar el crimen de no querer que los hombres se asesinaran. Pero ni aun así había de callar; desde la cárcel seguía escribiendo cartas inflamadas, folletos revolucionarios. Era la conciencia viva del proletariado, lo único que había subsistido. Aquella voz no había de extinguirse más que con la muerte.
Mientras tanto Liebknecht había tenido ocasión de rehabilitarse; el de diciembre, al tratarse otra partida de créditos de guerra, y rompiendo con todo, votó en contra, fundando su voto con palabras que apenas pudo pronunciar entre amenazas de muerte. ΕΙ Reichstag entero se le vino encima. En enero de 1915 fué movilizado, y como se negara a tomar el fusil, se le destinó a una compañía de obreros para cavar trincheras y colocar alambre de púa. El hacía propaganda antimilitarista entre los soldados. entonces empiezan a circular de mano en mano, por todas las ciudades del Imperio, mis.
teriosas cartas que llevaban la firma del esclavo rebelde que. venció a dos cónsules: Espartaco. Era obra de Rosa, de Mehrir que dentro de su cuerpo de setenta años llevaba un alma inaccesible al egoísmo; de Clara Zetkin, de Carlos Liebknecht. Mehring, gue junto