Amauta 77 agitando nerviosamente las manos. De vez en cuando, una mirada rabiosa, cargada de odio, se cruzaba con la mia. Ah. me dije ya lo saben. El calmluco se lo ha contado a todos.
Bajé la cabeza, avengonzado, y salí corriendo. Si alguien me pegaba, por lo menos, que fuese mi padre.
Cuando cruzaba a todo correr la plaza del mercado, me fijé en la carnicería, y vi al calmuco con su mandil blanco detrás del mostrador cortando embutido. Delan de la casa, en la escalera de arenisca roja, apercibí al carnicero en medio de un nutrido grupo. Todos chillaban en algarabía, y más que nadie el carnicero. Me arrimé a un árbol. reuniendo mis últimas fuerzas, pensé: El calmuco se lo ha contado todo, iy quién sabe si no habrá mentido diciendo que fui yo quien lo hice! mi padre no se ha atrevido a decírselo, porque es un cobarde. Pensaría que harto temprano llegaría a sus oídos, sabiéndolo todo el mundo. No ha tenido tiempo de ir a mi casa.
Mi padre no le hubiera dejado marchar, de seguro, hasta que yo llegase.
Por todas partes, los mismos grupos apelotonados y la misma confusión de voces. Vecinos que llevaban años y más años odiándose, se decidían a romper la hostilidad y a cambiar las primeras palabras. Parecía como si todo el mundo se creye en peligro porque yo hubiese descubierto el misterio.
Había una salvación, y era correr a casa, echarse a los pies de imi padre y contárselo todo. Mi padre era una persona respetada y nadie se atrevería a ponerme la mano encima, si él me perdonaba. Sí; me echaría a sus pies, y le diría. Papá, perdóneme. Yo sólo quería saber lo que era.
Perdóneme, pues me he equivocado. No sabía que para hacerlo los hombres casi mataban. si bajaba un poco la mano hacia mi, le juraría olvidar todo lo que había visto; ser otra vez, curado de mi curiosidad, el mismo que era antes, sencillo, dulce y obediente, y no hacerme jamás mayor. Sí; no hacerme jamás mayor: estaba dispuesto a sufrir de buen grado esta pena, con tal de conseguir que me perdonase. la esperanza empezó a encenderse y a extenderse en mi pecho como el fuego en la paja seca. Crucé corriendo la plaza hacia la calle donde vivíamos, y por todas partes encontraba racimos de gente hablando con indignación de mi crimen. De prisa. grito dentro de mí una voz. De prisa, antes de que sea tardel. corría como si fuese a salvar el alma. Entre corriendo en el portal, subí las escaJeras percipitadamente, y me ví en el pasillo, espantosamente solitario, alumbrado sólo por una lámpara mortecina que sostenía un buho disecado. Detrás de la puerta de su despacho oí la voz de mi padre, que hablaba con alguien por teléfono. No podía distinguir lo que decía, pues gritaba confusamente. He llegado tarde, pensé, desolado; le están dando la noticia por teléfono. Junto al paragüero caí rendido de fatiga, y me puse a esperar lo inevitable. Oí que colgaba el auricular con un golpe seco. Un rumor de voces se alza detrás de la puerta, y ésta se abre, y en el vano aparace mi padre, con el cuello arrugado, el bigote revuelto, los faldones de la levita sublevados.
Toda su cara era un solo grito acusador. Padrel exclamé suplicante, acurrucándome a sus pies.
iPadrel. y me llevé las manos a la nuca.