76 Amauta finca donde trabajaba. la luz declinante de de lo que era.
tarde, parecía mayor Sí; tenía que sacarle ventaja al calmuco, llegar a casa antes que él. Ponerme a la puerta y evitar a todo trance que entrase. si no podía impedirlo, le daría el marco, de una vez, para que no dijese nada. Nadie tenía que saber que yo conocía el misterio. también yo quería olvidarlo, escupir el recuerdo de lo que había visto, pues me parecía haber presenciado un gran crimen. Estaba firmemente convencido de que me matarían, si el calmuco me denunciaba como el causante, pues no había duda de que toda la culpa la tenía yo. encima, el robo.
El calmuco me llevaba lo menos un kilómetro de delantera. No corría mucho, pero parecía casi imposible darle alcance antes de llegar a nuestra casa. Si me salía del camino, que iba haciendo eses, y corría a campo traviesa por las tierras y luego por los prados, volviendo a cogerlo donde empezaban las huertas, quizá lograse alcanzarlo a tiempo todavía. Emprendí a correr como loco. Sobre los campos se tendían los primeros vapores del atardecer, y las hojas y los tallos empezaban a cubrirse de rocío. De los setos veía el arruilo suave de los pájaros dormidos, y una bandada de golondrinas cruzó volando silenciosamente sobre la charca, sobre la que se elevaban columnas como de humo de mosquitos y moscas de un día. Los sembrados de patatas estaban florecidos. Una ancha vega de maíz, con los tallos de la altura de un hombre y las mazorcas rematadas en mechones de cebollas blancas y carnosos que parecían colas de caballo, me ocultaba el horizonte. Había perdido de vista a mi enemigo.
Troché por entre las cañas de maíz, atontado por un olor dulzón y verdoso; las hojas cortantes me azotaban con fuerza la cara, y los troncos crujían y me daban en la cabeza. Caí, me hice daño en las manos, me desorienté, y debatiéndome en la selva de maíz perdí todo lo que había ganado. Cuando, por fin logré verme libre de aquella maleza, el calmuco había desaparecido. Me sangraban las mejillas.
Seguí corriendo, pues me daba miedo pararme. Estoy perdido me decía. He visto el misterio, y me meterán preso. Mi padre me echará de casa; las personas mayores me apuntarán por la calle, cuando me vean; me cargarán de cadenas, pues he tocado desvergonzadamente algo que todos quieren que permanezca oculto.
Anduve vagando por las calles, muerto de cansancio, antes de decidirme a entrar en casa. Ya había renunciado a perseguir al calmuco. Seguramente que a estas horas estaría ya hablando con mi padre. Qué haría. Volver al campo y esconderme. Suicidarme?
Para esto estaba demasiado cansado.
Aunque sabía lo que esperaba allí, me decidí a volver a casa.
Peor que aquellos terribles momentos últimos detrás del matorral, no podía ser. Por todas partes divisaba grupos de gente apostados en la calle que hablaban muy acaloradamente, con las caras inyectadas y