12 Amauta Me tiré de la cama, abrí sigilosamente la puerta y volví a cerrarla muy despacito para que no hiciese ruido. salí al pasillo en camisa de noche. Había luna, y las ramas del nogal proyectaban unas sombras inquietas sobre la ventana. Me deslicé a lo largo de la pared. Tardaría lo menos diez minutos en llegar desde mi cuarto a la cocina.
En el comedor tropecé con el reloj, y ya me dí por perdido. Pero al ruido no acudió nadie. En el patio maullaban unos gatos. La puerta de la cocina estaba abierta. una ventana también. Había corriente, y el viento me inflaba la camisa. En el centro estaba la mesa, pálida bajo los rayos de la luna. Cuando me vi delante de ella, me sentí fuerte. No tuve ninguna dificultad para abrir el cajón, y cogí la pieza de tres marcos, que seguía allí, entre el dinero menudo. Al cogerla, sonaron dos moneditas de diez céntimos. Me volví corriendo al cuarto, como una exhalación; la mano en que empuñaba el dinero me sudaba. Escondí la moneda en la cartera de los libros, entre las hojas del compendio de Historia alemana.
Luego, me dormí. la mañana siguiente, en la escuela, le hice una señal al calmuco. Cuando le enseñé el dinero, me guiñó el ojo y me dijo. El viernes, hacia las seis, detrás del álamo. No te olvides!
Era el mismo álamo que tanto le gustaba a Hilde.
El viernes por la tarde fuí a pasar un rato con Ferd, a la finca.
Allí me encontré con León y con Augusto, que trabajaba en la mantequería. Ferd le habían comprado un traje de montar con los pantalones remontados de cuero. Como León tenía fiebre, no salimos, a pesar de las ganas que tenía Ferd de dar un paseo a caballo. El Comandante estaba sentado en su despacho con el Dr. Hoffmann. Discutían acaloradamente. Una vez, llegó a mis oídos la palabra guerra.
No me interesaba lo más mínimo. las cinco me despedí, pretextando que teníamos visita en casa. Ferd me acompañó hasta la puerta. Ya fuera, me dijo. León va a morirse en seguida. Ayer volvió a tener un vómito de sangre.
Le di la mano. Con la otra, apretaba en el bolsillo la moneda. Por qué lloras? me preguntó. Porque me da pena del pobre León le contesté, mintiendo.
La verdad era que me acometieron unos celos terribles. Celos de León, de Ferd, de la próxima muerte de León, que le unía todavía más a él, de su traje de montar, de su potrillo, de su padre.
Ferd me echó cariñosamente el brazo al cuello, me acompañó un trecho por el camino y me secó las lágrimas con el pañuelo. No seas tonto me dijo. Crees que no sé por lo que lloras? No te guardo rencor porque hayas faltado al juramento. Tú eres mucho más curioso que yo, y por eso tienes que llorar más. Ferd! exclamé. Te lo contaré todo!
Pero él mencó negativamente la cabeza. Con eso no se remedia nada. Además, lo mismo seguiremos siendo amigos. Ferdl volví a exclamar, emocionado.