70 Amauta Por la tarde del día siguiente, mi madre, que estaba muy contenta de verme tan pronto restablecido, me mandó, a instancia mía, a buscar embutido a casa del carnicero. El calmuco estaba detrás del mostrador de mármol y tenía ceñido un mandil manchado de sangre.
Aunque todavía no le permitía su padre ayudar a sacrificar las reses, sentía una rara predilección por estos mandiles ensangrentados. Estaba cortando en rajas embutido de carne y yo le pedí media libra, a pesar de que mi madre me lo había encargado de hígado. Me cortó un pedazo, y tuve un escalofrío cuando vi pasar el cuchillo tocándole casi las puntas de los dedos. Oye le dije en voz baja, cuando estaba pesándome el salchichón. quiero preguntarte una cosa.
Me miró de reojo. Me puse muy colorado. El lo notó, me hizo una señal y me envolvió el embutido.
Estaba entre dos terneras sacrificadas, colgadas de un gancho por los tendones de las patas traseras. Tenían la pelleja roja con pintas blancas y veteada de hilillos cuajados de sangre, y las cabezas serradas. El carnicero, detrás del mostrador, golpeaba con un hacha pequeña un montón de huesos y carne sangrante. De vez en cuando, saltaba un pingajillo, que iba a pegarse con ligero ruido contra la pared. El calmuco se lavó las manos y vino a donde yo estaba. Debajo del mandil traía unos pantalones de color pardo y las botas todas salpicadas de sangre. Yo estaba parado debajo de una de las terneras, con el paquete del embutido debajo del brazo. El calmuco me dijo. Dentro de cinco minutos cerraremos. Esperame junto al monumento. Muy bien le dije. No dejes de venir. Es una cosa muy importante y no quiero que se entere nadie.
El calmuco, al oir esto, se río, y tanto se le distendió la boca amarrillenta que la cara se le puso húmeda. Ya sé lo que quieres. el pequeño, me ha contado lo que le preguntaste el otro día. No, no es eso. Quiero preguntarte otra cosa. Bueno, pues espérame allí.
Salí a la calle, y fuí a situarme junto al monumento de la guerra. Allí estaba otra vez, perplejo, sin saber qué hacer, pues por lo visto el calmuco creía que iba a pedirle permiso para bañarme con ellos. los cinco minutos, se presentó el hijo del carnicero, que todavía no se había despojado del mandil. Me llevó detrás del monumento, donde había una fila de árboles que ocultaban la vista de la calle. Una vez allí, me cogió por el pescuezo el olor a sangre de su mandil se me metía por las narices. me obligó a sentarme en un banco y sentí que me clavaba las uñas en la carne. Penséme dijo que no querías separarte del chico del Comandante, pero puesto que te decides a venir conmigo, ya verás cuántas cosas te enseño. No le contesté, no quiero ir con vosotros a bañarme.
Tenía la cara arrimada a la mía, tocándola casi, y me costaba gran trabajo esquivar su aliento. Me atrajo hacia sí, clavándome las manos en los brazos, y ya comenzaba a tentarme, cuando le dije al oído, venciendo la repugnancia que me causaba el olor del mandil. Me gustaría que me dejases mirar una vez cuando juegas en la arena con las mozas polacas.