Amauta 69 Hacia las seis, se presentó mi padre en el cuarto y se sentó al borde de mi cama. Se puso a contarme, entusiasmado, sus impresiones del baile de disfraces de la noche anterior. Lo mejor, para su gusto, había sido los cuadros animados los oficiales de Schill, la bendición de los voluntarios, Bluecher vadeando el Rin en Caub, la colina del Kaiser en la batalla de Leipzig. luego, todo el mundo se había puesto a bailar hasta las cuatro de la mañana. Había gustado mucho un chico joven, disfrazado de Zar de Rusia, bailando una polonesa con la reina Luisa, la hija de un fabricante de quesos, llamado Bloch.
Este de quien hablaba mi padre, era el calmuco; al menos, así le llamaba todo el mundo, por sus pómulos salientes y el color amarillento sucio de su cara. Su padre, un hombre fuerte, rubio y de un carácter muy violento, era carnicero. Su madre era prusiana, de la Prusia oriental, y allí la había conocido, siendo dependiente de una carnicera, Herr que se casó en seguida con ella, codicioso de sus dineros. Era muy fea y hablaba poco. Tuvo ocho niños, todos seguidos, en muy poco tiempo, y al último parto se quedó baldada. El calmuco había heredado la cara de la madre y el genio del padre.
Se complacía en martirizar animales, sobre todo gatos a los que ataba, por parejas, de las patas de atrás, y luego los escaldaba con agua caliente. En la escuela estudiaba segundo año tenía pocos amigos, porque rehuía toda disputa con los de su edad y sólo pegaba, cuando nadie le veía, a los más pequeños. Yo no acertaba a explicarme que hubiese chicos, a quienes siempre estaba zurrando, que no se separaban de él. Iban siempre a bañarse juntos a parajes retirados, a sitios rodeados de praderas frondosas, donde los juncos del río eran muy espesos. Allí no había día que no les pegase, sobre todo cuando estaban en cueros, y les obligaba a hacerle no sé qué cosa muy excitante. Quise que el hijo del párroco que fué quien me contó todo, me dijese de qué se trataba; pero no lo conseguí, pues había jurado no descubrirlo a nadie. Me dijo que había formado una sociedad, pero que si yo prometía guardar secreto podía venir un día, pues el calmuco se alegraba de que fuesen chicos nuevos y que eran dieciocho de todos los cursos. Hacía tiempo que le había preguntado a Ferd si iríamos, y Ferd consultó el caso con su padre, que nos lo prohibió. pesar de ello, estas reuniones secretas de los muchachos con el calmuco me tentaban con no sé qué secreto encanto, que aumentaba al observar que cada vez eran más los chicos que se le unían. Pero un día, me enteré de que a algunos les sacaba el dinero a fuerza de amenazas, pues su padre, el carnicero, no le daba una perra para sus gastos, y desde entonces no quise más tratos con él.
Ahora, al contarme mi padre el baile, me acordé de todo esto. tomé la resolución de ponerme bueno para el día siguiente y hablar sin pérdida de tiempo con el calmuco, pues no sé por qué me daba el corazón que él tenía que saber algo de lo que ansiaba averiguar. Le había visto muchas noches acompañando a las mozas polacas, al volver de la finca de Ferd. Generalmente, estaban sentados en un montón de arena oculto del camino por algún matorral espeso, y ellas chiIlaban con su acento extranjero cuando el calmuco las derribaba en tierra y las ataba con las cuerdas de agavillar. Al llegar aquí, yo escapaba corriendo.