Amauta 67 el campo, toda una red de fábricas para la transformación de los productos agrícolas todo lo cual va a modificar completamente el aspecto de la campiña soviética y sus relaciones con la ciudad. Centenares de miles de obreros industriales así como otros tantos conductores de tractores y técnicos de máquinas aportarán a los pueblos el modo de pensar del proletariado y la cultura socialista. Reforzarán la alianza entre el proletariado y los campesinos estrechando sus relaciones y haciendo progresar su economía, al mismo tiempo que influenciarán el campo en el sentido de la colectivización. Concluirá en el próximo número)
LOS QUE TENIAMOS DOCE AÑOS, por Ernesto Glaeser. Continuación)
EL MISTERIO DESCUBIERTO la mañana siguiente, me negué a levantarme. Katinka llamó tres veces a la puerta de mi alcoba, pero no contesté.
No quería ir a la escuela, por miedo a encontrarme con Ferd. Además, nos tocaba dar una lección de matemáticas, Jy aunque la había estudiado, por más que me esforzaba en concentrarme, no recordaba absolutamente nada. Todo se me había borrado de la memoria.
Después de llamarme por tercera vez, la criada fué a la puerta de la habitación donde dormían mis padres y les informó del caso.
En previsión de los acontecimientos, me tumbé de espalda, me puse rígido y contuve la respiración. En semejante maniobra era yo experto, pues me había acontecido ya muchas veces esquivar, haciéndome el enfermo, situaciones desagradables. No tardé en ponerme pálido y en sentir la frente perlada de sudor. El aliento, brutalmente contenido, aceleraba el ritmo del corazón, cuyas palpitaciones irregulares y violentas me hacían subir la temperatura. Conseguido esto, revolví toda la ropa de la cama haciendo que la mitad del colchón encarnado quedase al descubierto, apelotoné la colcha, hice una bola de la almohada; en fin, lo arreglé todo de modo que mi madre creyese que había pasado una noche muy intranquilo. Cuando entró, me hice el dormido y esperé a que me cogiese de la mano para fingir que me despertaba sobresaltado. Reuní mis últimas fuerzas para contener la respiración y conjurar otras cuantas gotas de sudor sobre la frente; al ponerme la mano sobre ella, mi madre se convenció de que estaba realmente enfermo. Le conté la fábula de que había pasado toda la noche delirando y con terribles pesadillas, viendo por todas partes fantasmas rojos. Luego me colocó el termómetro en la axila y se fue un momento a la cocina a prepararme una infusión de hierbabuena. Aproveché su ausencia para sacar el termómetro y hacerlo subir a fuerza de echarle el aliento y frotarlo. Al llegar a 37, lo dejé. Unas veces me quejaba de dolores en el pecho, otras en el cuello o en el vientre,