Bourgeoisie

Amauta 67 La mujer del guardabosque, arrellanada detrás del mostrador, calculaba con maternal sonrisa tas ganancias del día, entre la sidra, el queso y la pianola. Con la ayuda de estos ingresos domingueros su hijo pudo costearse la carrera de Montes.
En el reservado del Cazador verde se reunían las familias de todos los que tenían un título académico en la localidad. las cinco y diez, si no había algún contratiempo, entraba en el cuarto, cargado de humo y de vapores de queso, el juez del distrito. Era un hombre que en sus horas libres se distraía en inventarse enfermedades para luego curárselas a su manera. Llevaba siempre el bastón pegado a la espalda y respiraba a todo pulmón cuando paseaba por el bosque. Hacía quince años que daba todas las tardes su paseo diario hasta la hostería, lo que, según sus cálculos, hacía, con la vuelta, desde la puerta de la villa, 213 pasos. veces, le acompañaba Brosius.
En nuestra mesa había tres sillas reservadas para la familia del boticario Generalmente, llegaban después que nosotros, pues a Herr le gustaba dormir la siesta los domingos. Solía trabajar hasta tarde de la noche para ahorrarse el sueldo de un mancebo, que no podía pagar por sostener el tren de vida de su mujer. La había conocido un verano, en un hotel de las montañas de Baviera, durante el único viaje largo de su vida, y de tal modo le fascinó la belleza meridional de aquella mujer después de una noche galante, le habló a boca de jarro de casarse, amenazándola con que se suicidará si no satisfacía sus anhelos, Isabel así se llamaba. a quien la fuga de su último amante, un joven oficial austriaco, había dejado en graves apuros de dinero, y que debía de saber también, por su experiencia de la vida, el valor que tiene una renta segura y lo fácilmente dominable que es un buen marido burgués enamorado como un becerro, accedió a ser su mujer. después de reservarse coquetamente algún tiempo para pensarlo, durante el cual el pobre boticario acabó de perder la poca cabeza que le quedaba. pero con la condición de que nadie entrase en averiguaciones sobre el pasado del otro.
En realidad, lo que Isabel llamaba su pasado se componía de una huída precoz de la casa paterna, en que las tropelías de un capitán alcohólico y separado del servicio por deudas de juego. su padre se mezclaban con los llantos de su madre, una pobre mujer judía, consumida a disgustos, y de las relaciones encubiertas con chicos solteros ricos o capitalistas aburridos del matrimonio, a los que Isabel sacaba bastante dinero, pero que la tenían tiranizada. Ultimamente, se dedicaba a alquilarse en hoteles de cierta categoría, ayudando a distraer el tiempo a los caballeros de edad que viajaban solos. La aparición del boticario enamorado vino a sacarla de esta vida, detrás de cuya fachada mundana empezaba ya a alzarse el fantasma aterrador de la calle. Comprendió que estaba todavía a tiempo, que era todavía lo bastante joven, bella y ventaja que llevaba a las buenas burguesitas lo bastante versada en lances de amor para ofrecerle a un hombre de posición segura y de cierta moralidad un matrimonio agradable, que para ella significaba, a la vez, la salvación de los años maduros en una burguesa apacibilidad. La apresurada decisión del farmacéutico vino a confirmar estos prudentes cálculos. El pretendiente renunció a inquirir su pasado por miedo a perder la posesión de una mujer tan hermosa y mundada como jamás pudo soñar que conquistaría, y se casó con ella sin más averiguaciones. Ella le juró eterna fidelidad y no faltó al juramento. En lo único que le engañó fué en suplantar la sangre judía de su madre por una ascendencia italiana. Pero